Acabamos de escuchar una página preciosa del
Evangelio de Juan. Una escena para contemplar. Jesús en la cruz y al pie de la
misma: su Madre y Juan, el discípulo amado, como le gusta autodenominarse
(todos nosotros también podemos considerarnos así, discípulos amados). La
imagen, también, preciosa que está representada a vuestro frente representa muy
bien estas palabras: la Virgen de la Piedad acoge el cuerpo de Cristo, el cuerpo
de su Hijo.
Es una escena que hemos visto muchas veces,
que nos ayuda para contemplar el Misterio hondo de nuestra fe, que es la
Eucaristía, que consiste en rememorar la muerte y resurrección del Señor. María
acoge el cuerpo de Cristo y en comunión con Él, está unida a toda la Iglesia.
María, por este motivo, es imagen, icono de la Iglesia.
Pero a María también la podemos ver en esta
escena como Madre. En el momento de la hora, que nos dice San Juan, seguimos
viendo a la Madre, ella no abandona.
Bien, pues de esta imagen tan nuestra, la que
tenemos aquí presente, ante nuestra mirada contemplativa, podemos deducir la
imagen de
Iglesia que nos inspira Jesús y que el papa Francisco, en muchas ocasiones, va describiendo.
¿Cómo está María en esta imagen? Ella mira
hacia el cielo, porque Dios es descendiendo. Dios desciende para que ella, que
es pequeña, para que nosotros, que también lo somos, podamos llegar a Él. En
este sentido, María eleva la mirada al cielo y tiene la esperanza que los
bienes descienden de arriba. Sus ojos están puestos en Dios Padre, que es el
que le ha llamado a ser la Madre de Jesús, la Madre de la Iglesia. Su mirada,
caritativa, llena de fe, aunque dolorida y un tanto casi desesperada nos habla
de una fe auténtica. Con palabras parecidas a estas: “Ayúdame, Señor, en este
momento”. Porque para una madre no hay dolor más grande que la muerte de un
hijo, ver enterrar a un hijo. Cuántas madres, también en estos días, qué digo,
en estos momentos, sufren la desesperación por ver con sus propios ojos la
decapitación de sus hijos.
En este sentido María es la imagen que nos
muestra, que nos testifica, la misericordia. Ella es la misericordia encarnada.
Ella lo ha cantado en el Magnificat, pero no es el cántico entusiasmado de un
momento, de un fervorín, sino la experiencia de su propia vida, una vida de
entrega a Dios.
La Virgen sabe rezar al Padre por su Hijo, y
efectivamente, se detiene en las palabras: “como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden”. Ella es imagen de la caridad misericordiosa.
Sus brazos y las palmas de sus manos están
abiertas. También ella está tatuada en las palmas de las manos de Dios Padre. Y
abre sus manos como para acoger, como Madre, a su Hijo, y en Él a todos sus
hijos, todos nosotros. No nos impone como obligación, sino que nos propone como
derecho: ser hijos. En este sentido la Iglesia desea ser acogedora en todas sus
mediaciones: en sus parroquias para que acojan a todos los que llaman
diariamente a nuestras puertas, ya sea para alimento espiritual, corporal y ambos.
Parroquias en salida para acoger, incluso de los cruces de los caminos, a
tantos desorientados en la vida. Parroquias, especialmente, que acompañen el
proceso de la fe. La Iglesia no es un ente, sino que se expresa por medio de
sus hijos, por ello nuestra Iglesia será acogedora en la medida en la que lo
seamos los sacerdotes, responsables de la comunidad, los catequistas, las
familias,… los cofrades; porque especialmente vosotros habéis libremente
deseado expresar una identificación de especial consagración para con esta
bella imagen de la Piedad; y especialmente por lo que expresa. Seremos una
Iglesia acogedora, cuando escuchemos, con paciencia, con tiempo, con interés,
los sufrimientos de la Madre, que son los del Cuerpo de Cristo, la misma Iglesia.
Hoy más que nunca urgen los cristianos
auténticos, como los de los primeros tiempos, que eran la admiración de sus
paisanos, porque todo lo ponían en común, celebraban el Domingo como Pueblo,
oraban juntos, compartían sus bienes, se querían.
Cada época, quizá, tenga que hacer más
énfasis en unas cosas que en otras, pero hoy a la Iglesia, hoy a nosotros como
Iglesia, nos corresponde dar testimonio alegre de la fe, porque el amor se ha
de poner más en las obras que en las palabras. Las mejores lecciones, diría más
o menos el beato Pablo VI, entran con el testimonio, con el ejemplo.
Con todas estas actitudes, con las que María,
como modelo y Madre nos enseña, el Cuerpo de Cristo, con llagas, con sudor y
lágrimas, se apoya en el regazo, en la rodilla de María. También, se precisa
apoyo –desde la fe- para dar testimonio descansados en María, en Jesús, para
iluminar y ser sal de este mundo, un poco bajo de tensión.
Acojamos el cuerpo de Cristo con un corazón
limpio y puro, dando tiempo al reconocimiento de nuestros propios pecados,
nuestras debilidades humanas, para que cada Domingo, cada vez que celebramos la
Eucaristía, junto al resto de la comunidad, pues somos el “pueblo de la
Eucaristía”, podamos acoger el cuerpo de Cristo como María. Así sea.
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