La Iglesia a lo largo del
año litúrgico nos va proponiendo etapas para una peregrinación, nuestra marcha
hacia el cielo. Nosotros, como cristianos, estamos llamados a ser ciudadanos
del cielo. Allí nos aguarda Dios Padre, para acogernos con brazos de
misericordia, manos de ternura, rostro de compasión, palabras de comprensión, mirada
paterno-maternal, olor a Santidad, tacto suave como el del aceite que es capaz
de sanar heridas, etc. porque Dios es el solo Santo.
Queridos
hermanos, en esta caminata, Jesús nos ha precedido, pues Él es el primero en
todo. A Él como cristianos seguimos, vamos tras Él, como corderos que siguen a
su Pastor, confiados por el Espíritu que hay en Él, y que nosotros llevamos
crismado como signo de nuestra pertenencia a este rebaño, que es el Pueblo de
Dios, que se dirige hacia la patria de promisión: el cielo. No vamos solos,
vamos junto a otros, como nosotros, somos hermanos, solidaricémonos en el
sendero.
Seguimos
a Jesús, pero va muy cercana a nosotros, Santa María, fiel discípula de Dios,
de su mismo Hijo. Sabe muy bien que su vocación no termina aquí en la tierra.
Ella dirige el tráfico, es su misión, en ella podemos reconocer un distintivo
por el que no perdernos en este camino, pues este –como tantas veces- es una
senda, que se bifurca una y mil veces. María estrella que guía en medio de la
oscuridad del hombre. Ese ser humano que muchas veces prefiere lo oscuro, lo
tenebroso, lo prohibido, lo que pone en riesgo, las deshoras, el puntillo, la
risa y la mofa, etc. en definitiva: la muerte.
En
este camino, hay una propuesta para todos desde el principio, todos partimos de
cero; lo acabamos de escuchar: las Bienaventuranzas, las obras de misericordia,
la coherencia de la fe: entre lo que profesamos y lo que realmente vivimos. Aquí,
está la clara propuesta que la Iglesia nos hace hoy: la Solemnidad de Todos los
Santos. Y los celebramos en un solo día, para favorecer la unión. La unión,
otra seña de identidad para los cristianos: en la medida que estemos unidos, viviremos
el gozo del cielo aquí ya en la tierra, pregustaremos la gran satisfacción de
la vida eterna.
Lo
hemos oído muchas veces, los santos no nacieron santos, se hicieron durante el
camino; llegaron a ser como Jesús. Gracias a Dios no nos los tenemos que
imaginar porque tenemos santos que hemos conocido: Santa Teresa de Calcuta, San
Juan Pablo II, San Juan XXIII, el Beato Pablo VI, y todos los mártires del
siglo XX, que en muchas localidades de España han podido conocer, porque eran
hijos de su tierra. Entre los santos los tenemos fundadores, pastores,
confesores, misioneros, mártires, vírgenes, etc. Todos ellos: Marina, Santiago,
el Ángel de la Guarda, Isidro, Luis Gonzaga, Andrés, Pedro y Pablo, Rosa de
Lima, Sebastián, Rita, Juan Evangelista, Juan Bautista, Bernardo, Roque,
Roberto Belarmino, Catalina, Magdalena, Maximiliano Kolbe, todos los santos y
santas de Dios son pequeñas luces, que como estrellas, nos indican el destino;
no tenemos más que mirar, que volver el corazón; no tenemos más que ser
receptivos a este mensaje de Buena Nueva.
Ellos
han llegado a la meta y gozan de la presencia de Dios. ¿Cómo es esa presencia?
No lo sé. Pero será una presencia de Comunión al 100%, como deberíamos sentir
cuando comulgamos y cerramos los ojos, que como nos trasportamos a otro lugar,
pues es cierto –hermanos- comulgar nos anticipa el cielo, pero cuando
comulgamos de verdad, pues siempre puede haber alguna brizna que limpiar.
Este
es el día que anunció el Señor, este es un día de gran alegría para la Iglesia,
que todos nosotros formamos, pero no solo por el simple hecho de estar
bautizados, sino porque deseamos que siga germinando la santidad que nos fue
sembrada en el bautismo, cuando todos comenzamos de cero. Ánimo, cojamos el avituallamiento
para el camino: Oración, escucha de la Palabra de Dios, Eucaristía,
Misericordia, y una gran dosis de alegría para anunciarlo, pues un santo
triste, es un triste santo. Así sea.
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