Los cristianos en esta fecha celebramos
el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios, el esperado de los tiempos, nuestro
Salvador.
Somos muchos,
millones de personas, los que a lo largo de los cinco continentes celebramos
este gran acontecimiento. Realmente siendo conscientes, en mayor o menor grado,
pero cada 25 de diciembre es Navidad.
Nuestras calles se
llenan de luces, de adornos –acordes con el tiempo-, se piensa en Navidades
blancas, son días de alegría, de regalos, de añorar, de festejar, de viajar, de
expresar buenos deseos, de estar con la familia, etc.
En ocasiones lo
celebramos sin saber muy bien porqué, pero la fiesta es la fiesta y nadie
reniega de la fiesta. Jesús nace en el corazón de todos, pero especialmente se
dan cuenta los que hacen un poco de silencio a su alrededor y contemplan el
belén, misterio de Dios hecho hombre, con una actitud orante, de fe. Esta
visión, la Escritura, lo recalca, “no es para sabios ni entendidos”, es para
gente de buena fe, que disponen de un corazón limpio que miran sin prejuicios,
para aquellos que se quieran afectar por lo que ven.
Y cuando miramos el
belén, ¿qué podemos contemplar? El belén de nuestra parroquia está lleno de
figuritas, cada una de ellas representa la multitud de personas que viven en un
pueblo pequeño como Belén, “casa de pan”, un pueblo que hace mucha vida en la
calle, por eso trasiegan de un lado para otro. Sus casas son de puertas
abiertas, acogedoras, amables. Sus calles sin asfaltar, sin aceras, con olor a
oveja, sin aseos, con mucha vegetación. Un ambiente que nos hace valorar la
naturaleza, a cuidar de ella y en medio de esta, a cantar al creador de todas
ellas. Vemos escenas de trabajo, otras de niños que juegan, incluso algunas
amenazantes, las de los curiosos que vienen de lejos, etc. Escenas que
representan la vida cotidiana de un pueblo, como podría ser el nuestro. Un
pueblo que en aquella noche se une, pues ha escuchado un mensaje de salvación:
de los ángeles unos, pastores que duermen al raso y en los arrabales porque no
son bienvenidos de puertas adentro en la ciudad, otros del boca a boca; la
transmisión alegre de tan Buena Noticia se divulga como la espuma.
Este pueblo, en medio
de sus afanes, los juegos de los niños, la vida de los animales, se dirige al
portal, una humilde cueva donde Dios ha querido nacer. No ha nacido en un
palacio y esto ha sido a propósito. Ha nacido en suma pobreza, en un ambiente
tenso, para unos de indiferencia, para otros muchos de espera y esperanza, ha
nacido del seno de una virgen, junto al amor confuso y poco discernido de un
padre adoptivo.
¿Para qué ha nacido?
Ha nacido para salvarnos. Ni más ni menos ni menos ni más. “Pero, ¿de qué nos
tiene que salvar?”, me dijo una adolescente de un colegio católico que nadaba
en la sobreabundancia. Ciertamente, solo sentirán la salvación aquellos que lo
deseen reconocer en los que lloran porque este niño llora, y le hacemos llorar,
en los que ríen y están alegres, aunque aparentemente para el mundo no tengan
motivos de felicidad. Llora con aquellos que sufren la violencia, el desgarro
de la inmigración, el paro, la falta de salud o de libertad, pero también con
aquellos que corrompen, que malgastan su vida, con los que le dan la espalda,…
a todos les perdona. Ríe y se alegra con todos aquellos que viven su fe como
una vocación, siento su Amor y son reflejo para los demás.
Queridos amigos
alegrémonos porque es Navidad, pero no solo por eso, un día, nada más, sino
porque el Señor ha querido nacer como ha nacido, ahora tú, ahora, yo, hagamos
lo que Él dice, hagamos lo que Él hace. Así sí será Navidad. Así sea.
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