Acabamos de escuchar la Palabra de
Dios, de suma importancia en nuestra celebración
y para nuestra vida cotidiana. Dios nos habla, su Palabra está viva, es actual.
¿Se
dan cuenta de lo que hemos escuchado? Hemos oído hablar de dos madres que ven
morir a sus hijos. Una es nombrada por el autor del libro de los Reyes como
“señora de la casa” y la otra, dice Lucas, evangelista especialista en tratar
la misericordia de Dios, es una viuda de una ciudad “llamada Naín”.
Que
duro tiene que ser para una madre ver morir a un hijo. Sabemos que es más
lógico lo contrario: que los hijos entierren a sus padres, y no al revés. Es antinatural.
Junto
a estas mujeres hay dos personajes más, uno es el profeta Elías y en el caso de
la viuda de Naín, está El Profeta, Jesús el Señor. Los dos muertos revivirán
por la oración de intercesión de Elías y por la imposición de las manos del
Maestro.
La
muerte. Hermanos, ¿en estas escenas en quién de los personajes nosotros nos
vemos más representados? ¿En las mujeres que suplican lo imposible? ¿En el
Señor que salva a través de sí mismo o sus mediaciones? ¿en la gente que
acompaña, que ve la escena, habla, murmura, pero no hace nada? ¿en el muerto?
Dios
ha tenido compasión y ha mostrado una vez más su misericordia
para restablecer lo imposible. Aquello que puede parecer muy torcido, se puede
enderezar, aquello que parece imposible que pueda cambiar, como es la misma muerte, con la intercesión de Dios a través de
sus mediaciones o la actuación del mismo Dios, puede volver a la vida. ¿Qué
hace falta? Fe. Porque la fe nos hace salir de
nuestro amor, querer e interés. Necesitamos abrirnos a la gracia de Dios y que Él lo
haga todo; hacernos disponibles, dejarnos tocar, ponernos a tiro. Pues una clase
de muerte, si es que podemos hablar de diferentes muertes, es resistirnos a que
la gracia de Dios actúe en cada uno de nosotros. Muerte es creer que en nosotros está la solución de todos los
problemas, que “dejadme a mí solo, que yo solo puedo”, que somos
autosuficientes, que ya a nuestra edad poco podemos cambiar, y nos lo sabemos
todo como para que venga alguien, y encima mucho más joven, para cambiarnos
costumbres, “aquí se ha hecho esto toda la vida”.
Todo eso es
muerte, pero que puede convertirse en vida. Muerte
es vivir bajo el peso de la culpa o la culpabilidad, pues crea depresión y
tristeza, desánimo. Muerte es
creernos el centro del mundo y el perejil de todas las salsas. Muerte es no
abrirse a nuevas relaciones interpersonales. Muerte es hablar más de la cuenta
del prójimo: difamando, inventando, sin importarnos las consecuencias de lo que
hablamos y la transcendencia de nuestras palabras. Muerte es vivir nuestra fe
disgregada de la vida. Muerte es tener capacidades o carismas y no ponerlos al
servicio de los demás. Muerte… Sin embargo que bueno sería morir a todos los
pecados que provocan toda la relación que acabo de enumerar; y en vencerlos
–con la ayuda de Dios- estaría la Vida.
Quizá
si pensamos lo que les decía antes, ¿en qué personaje me veo más identificado?
Ninguno de nosotros se vea representado en los muertos. Yo sí, quizá nunca lo
había pensado, pero cuando vivo centrado en mí, puedo llegar a vivir muerto, y
las circunstancias de la vida indudablemente me duelen, sin embargo cuando mi
corazón lo tengo en el Corazón de Cristo, descentrado de mí y centrado en El, todo eso lo vivo desde Dios, y me siento más
aliviado, porque Jesús, si se han dado cuenta, hemos escuchado que iba de
camino, es decir, hace el camino con nosotros, camino que a veces puede ser más
empinado o más llano. Su misericordia, su compasión, con la ayuda de los que
nos quieren, nos acercan a Jesús, y Él se muestra tal como es.
Tengamos
una cosa muy presente, que esta vida es una camino, no una meta. La humildad,
el que Tú, Señor, crezcas, para que yo disminuya, debería ser nuestra
jaculatoria a cada minuto. Desde ahí, las muertes se convertirán en vidas, empezando siempre por la nuestra. Así sea.
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