Estoy de acuerdo con San Ignacio de Loyola que, si
hay a alguna persona a la que el Señor Jesús se aparecería en primer lugar,
tras su resurrección, sería a su Madre, Santa María, Madre de Dios. Estoy de
acuerdo con la Iglesia, que el primer día del Año pongamos los ojos en Ella,
para celebrar Santa María, Madre de Dios.
En el nuevo año que acabamos de inaugurar,
recordamos a la Madre, por quien nos ha llegado la salvación. Dios, que se ha
hecho uno de los nuestros, está con nosotros, entre nosotros, ha nacido de una
Madre, como nosotros. Cierto, esa Madre es muy especial, Dios se ha fijado en alguien
que no le pudiera malograr su plan de redención, y por ello su condición es
Inmaculada, sin rastro de traición ni desamor.
Qué imagen tan bella la de Dios crucificado que
mirando a San Juan le dice: “He ahí a tu madre”, y mirándole a Ella, la Madre,
le dice: “He ahí a tu hijo”. Y, como dice el evangelista: “desde aquella hora
el discípulo le recibió como algo propio”. Santa María, Madre de Dios, y Madre
nuestra. Santa María el orgullo de nuestra raza.
Hoy, la Iglesia también nos propone la jornada
mundial de la Paz. Oremos por la Paz en el mundo. Jesucristo es la Palabra, es
la Paz, el Cordero de Dios, el Manso, el Humilde, etc. Él nos ha venido a traer
la Paz, ¡ah, pero es verdad, los suyos no lo recibieron! Los suyos no lo
recibimos, porque preferimos el orgullo, somos víctimas de la envidia, la
humildad nos parece una actitud cobarde, el menosprecio está al orden del día,
etc.
Los medios de comunicación se hacían eco ayer de
las medidas de seguridad que muchas de las capitales europeas habían tomado, eran
extremadas, no había precedente. Urge la Paz, urge abandonar la violencia. Son
muchas las razones para exigir la paz: queremos vivir en paz, para ello
tendremos que empezar por respetarnos y respetar las normas de convivencia,
sino aquí no hay quien viva. No se puede vivir en una sociedad en la que la
desconfianza está tan a flor de piel.