Es
domingo, es el día en el que los cristianos celebramos la Resurrección del
Señor. Este hecho nos mueve a salir de nuestras casas, de nuestros quehaceres,
nuestras comodidades para acercarnos a la iglesia, y junto a nuestros hermanos
de fe, celebrar la Eucaristía; y hacerlo con devoción, es decir, con paz, con
amor, con fe, centrados en el gran Misterio que aquí acontece y que nunca
deberíamos convertir en rutina, centrados y no dispersos en lo que ocurre en
nuestros hermanos que van llegando, en el que tengo delante o tengo detrás, con
deseos de ser mejores y poner en práctica lo que aquí celebramos. Para ello,
quizá nos acicalemos un poquito más, no solo por el hecho de que salimos de
casa, ¿verdad?, sino porque celebramos al Señor y Él se lo merece.
Celebrar semanalmente al Señor nos
ha de hacer pensar y reflexionar sobre qué cristiano quiero ser yo: ¿del
montón? ¿mediocre? ¿tibio? ¿inconsciente de lo que aquí ocurre? O, por el contrario,
dócil, sensible, enamorado. Para ello la Palabra de Dios nos ayuda, pues con
ella, la Iglesia nos sugiere la condición fundamental para ser cristianos y
hacernos presentes en medio de la Asamblea. Hoy, precisamente, escuchamos unas
lecturas muy sugerentes en torno a la sencillez de vida.
El profeta Sofonías nos habla de una
serie de valores que podemos asumir si deseamos descubrir al Señor: la humildad,
la justicia y el derecho. Ninguno de nosotros busca humillaciones, ni tan
siquiera el Antiguo Testamento nos invita a ellas, pero si llegan, a todos nos
llegan, “pongamos la otra mejilla”. Hay personas que disfrutan mucho
ridiculizando a los demás, humillando a los demás, etc. esas actitudes son las
que enfurecen al Señor, sin embargo la humildad, el sabernos en manos de Dios,
queridos por Dios, aunque solo sea por Él, puede ayudarnos a vivir más
tranquilos.
Precisamente Pablo aún incide más en
el tema de la humildad y nos habla de cómo Dios nos confunde. La Sabiduría es
Dios y ninguno de nosotros, por mucha formación y títulos que tengamos, nos
podremos igualar a ella. Sin embargo, es verdad que el Señor a algunos les
llena de estos frutos y estos no tienen que ser los que destacan en medio de nosotros,
los más cualificados, los aristócratas que dice el texto paulino. Dios se ha
encarnado, ha tomado lo que no cuenta, y en aquel momento podría ser el seno virgen
de una mujer sencilla, para realizar su obra redentora. Su tarjeta de presentación
no es la dominación sino la propuesta. Y esta consiste en la humildad. Habremos
de ejercitarnos en ella, para gloriarnos en el Señor y no en todo lo que nos
envuelve porque generalmente es efímero, hoy estamos en la cresta de la ola,
pero mañana…, mientras que la gloria del Señor es eterna.
Y será el Sermón del Monte, las
Bienaventuranzas, donde Dios nos exponga el modelo de creyente que Él espera de
nosotros. Nos propone un proyecto de vida prototipo para un cristiano, para un
seguidor de Cristo, es decir, por donde tenemos que cortar el patrón de
nuestras vidas. Dios llama “dichoso”, al que en este mundo está en la cuneta,
está triste porque está solo, al desatentido, el sencillo, el modesto de
verdad, el calumniado y desprestigiado, el perseguido por la envidia de los que
no satisfacen su tener, los que lo mismo les da que les da lo mismo y no hacen
problemas por ver quién tiene más razón, son felices –también- los que sacan lo
mejor de los otros y se lo hacen ver a los que no lo ven y con ello hacen
justicia, los que buscan la paz, la siembran, la cultivan y la recogen. De esta
manera se puede ser feliz y estar, por tanto, alegres en el Señor. Lo cual no
quiere decir que ¡viva los inconscientes!, los que nunca levantan la voz, etc.
sino “bienaventurados” los que lo intentan.
En María y en los santos tenemos la
prueba evidente de que todo esto es posible. Dejémonos hacer: rompamos con lo
que no ayuda, sembremos cordialidad entre nosotros y mantengámonos firmes en la
fe. Así sea.
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