Hoy es ese día en el que se nos invita mucho más que a contemplar la cruz, se nos invita a adorarla. Es el Señor el que está en la cruz y en ella está clavado nuestro pecado. Es decir, Él que está en la cruz no tiene pecado pero nosotros se lo hemos colocado. El Señor está en la cruz por ti y por mí. Él es nuestro salvoconducto. Sí, clavemos nuestro pecado, fijémonos en el horror que provoca y nos sirva de escarmiento para no errar más. Sintamos la misericordia de esos brazos que abarcan, protegen, consuelan,… llenan de ternura e invitan a perdonar.
Y contemplemos la cruz del Señor en nuestro mundo o en nuestra sociedad, hagámoslo también al mirar nuestra Iglesia y lo mismo al echar una ojeada a cada una de nuestras personas. Miremos el árbol de la cruz, pues de ahí procede nuestra redención.
Es fácil apreciar la cruz de nuestro mundo, los telediarios se ceban en noticias sangrientas, morbosas, titulares que aumentan la audiencia, noticias bomba, frivolidad. La crisis mundial es una gran cruz. Familias desahuciadas, millares de jóvenes sin trabajo, millones de españoles en paro, muchas veces con la moral bajo mínimos, con pocas expectativas de futuro, y poco tiempo para romanticismos y esperanza. Familias que viven de la caridad y que tienen que hacer milagros para llevarse un trozo de pan a la boca. La cruz de nuestro mundo es que tengamos que padecer la sinvergüencería de los corruptos que se aprovechan de la confianza de las personas. Y todo esto, muchas veces, porque vivimos sin ninguna referencia a Dios.
Pero dicho así, de esta manera, parecería que estamos ante un fracaso de Dios y que tuviéramos que dar la razón a aquellos que dijeron que Dios no existe y que Dios ha muerto. En absoluto, incluso con esta enumeración tan crucificadora, en la que Dios está clavado y Dios llora, cae desde el cielo abierto una lágrima de emoción y consuelo, y es que Dios está cerca de los atribulados y a todos nos quiere llenar de paz y esperanza. Ciertamente, el Señor ha tenido que pasar por la muerte, una vez más, para identificarse con la humanidad, pero la cruz le ha levantado sobre todo hombre, y ahora ante Él toda rodilla se dobla.
La cruz de nuestra Iglesia claramente se aprecia cuando echamos cálculos, cuando seguimos pensando con categorías del pasado: “me acuerdo cuando…”, “los seminarios estaban llenos”, “la gente iba a Misa y al rosario,…”,… Pero la cruz dentro de la Iglesia la vivimos cuando nos falta ardor para vivir nuestra fe, cuando vamos a trancas y barrancas, cuando nos conformamos con una dulce religiosidad popular, cuando nuestra fe queda encorsetada en una imagen, en una cofradía, pero que no da para mucho más, cuando la fe se vive sin implicación o compromiso, sin obras, cuando se extingue la transmisión de la fe de padres a hijos, la cruz de la Iglesia, es la cruz de la Madre que se siente utilizada cuando sacramentalizamos pero no profundizamos en la fe, cuando no nos vivimos como comunidad que cree, vive, celebra y ora unida, esta Iglesia –cuerpo de Cristo- llamada a ser santa pero es pecadora, a veces nos cuesta dar testimonio –empezando por los pastores, en ocasiones no nos mezclamos con la gente (ayer decía el papa que el pastor tiene que oler a oveja, sudar la camiseta), vivimos ajenos a la realidad, creemos que todos tienen que ser como nosotros, y tenemos que abrirnos a otras formas de pensar y de creer, a otras culturas y religiones, cuando hacemos más que contemplamos, cuando nuestra conducta deja mucho que desear,.... Pero la Iglesia está llamada a ser santa, y hoy lo que nos parece extraordinario (como estamos percibiendo en los gestos y palabras del nuevo Papa Francisco) debería ser lo ordinario. La Iglesia va a la cruz en la medida en la que es perseguida, en muchos rincones de nuestro mundo, pero aquí también; los medios de comunicación muchas veces favorecen el laicismo y secularismo que entremezcla historias para siempre dejar mal a la Iglesia. Pero aquí también, en nuestro pueblo, también –en ocasiones- hay gente que echa mano del megáfono para despotricar contra la Iglesia. Pero el Señor en la cruz no se defendió, no utilizó la confrontación, no se puso a la altura de sus verdugos, en absoluto, respondió con perdón y con más perdón. La Iglesia es icono de la Santísima Trinidad, es sacramento de salvación y solo lo puede ser desde el amor, la acogida y la misericordia. La cruz en la Iglesia se convierte en salvación en la medida en la que aprendamos el ritmo del grano de mostaza, semilla pequeña pero llamada ser grande, como lo es, sin que lo pretendamos nosotros, sino porque la mueve el Espíritu de Dios.
Y, finalmente, esa cruz la vivimos en nuestras propias carnes. El crucificado quiere asumir tu propia cruz, es más, tu cruz, es –también- parte de la suya. La cruz del desempleo, del que nos vamos haciendo mayores, de las incapacidades, los complejos, la falta de fe, el estar incómodos con tantas cosas, cambios repentinos de carácter,… el que no sabemos qué hacer con estos hijos que no obedecen los consejos de los padres, el que no valemos, el que todo nos sale mal, la salud no es tan buena como uno quisiera, cuando los hijos van siendo mayores y no siguen con las enseñanzas religiosas fomentadas en casa, cuando parece que tenemos de todo y nos falta lo fundamental, aquello que solo lo puede llenar Dios porque Él es el agua que es capaz de saciar nuestra sed. Desde esta fuente solo se pueden llenar plenamente las relaciones de pareja, las relaciones padres-hijos, las relaciones interpersonales,… iluminar la vida laboral, las relaciones con los compañeros de trabajo, los vecinos, los miembros de tu familia,… Del costado del Señor, que también tenía sed, brota el agua que quiere saciarnos. Jesús no se sirve, y los demás que se sirvan ellos, como normalmente observamos que en esta sociedad se funciona.
La cruz es nuestra salvación, vivamos la cruz hoy como signo de amor y entrega, y nos sirva como entrenamiento para encajar la propia cruz y estar al tanto para poder actuar como auténticos cireneos de los que viven a nuestro alrededor. Así sea.
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