¿Puede haber experiencia
más bella para una madre que celebrar su cumpleaños junto a sus hijos? Acaso,
¿puede haber momento más bello que el encuentro de los hijos junto a la madre?
La madre, no lo olvidemos, congrega a los hermanos. Ya podemos estar
enemistados entre nosotros, tenemos las típicas diferencias, que muchas veces
son tonterías, pero delante de la madre sabemos estar, porque sabemos cómo le gusta
a la madre que estemos.
La madre sabe acoger a todos y a cada uno de nosotros,
sabe de qué pie cojeamos cada uno de nosotros, sabe cuáles son nuestros logros
y nuestros fracasos, nuestras debilidades, nuestros complejos, nos conoce desde
que nos levantamos hasta que nos acostamos, incluso nos acompaña durante el
sueño.
Es una madre, como digo, perfecta, reconoce las
cualidades de sus hijos, congrega en torno a ella por el bien del padre y a
favor de la familia. La madre es la administradora, la que dice sí o dice no,
la que da la propina, pero también la que la quita. La madre es mucha madre;
decimos que no hay más que una.
La madre es trabajadora, rinde, se quita de la boca por
dárselo a sus hijos. Prepara guisos exquisitos, lo hace con amor, muchas veces
su labor no es valorada, pero ella calla. Su vida consiste en ser para los
demás. Una madre agasaja, cuida, mima, atiende a sus seres queridos. ¡Cómo cuidan
a sus padres!
Una madre no tasa lo que hace. Se encomienda al Señor y
enseña las primeras oraciones junto a las primeras letras a sus hijos. Se
preocupan del colegio, de las actitudes, de las aptitudes, de las amistades, de
las compañías y de los lugares, no digamos de las horas y los bebercios.
Una madre así es María. Perdone que les haya descrito a
mi propia padre. A quien tengo presente durante mi vida, y la que me recuerda
tanto a quien es la Madre de Dios, nuestra buena madre, una madre como tantas.
Hoy
nos encontramos en esta bella ermita, delante de la presencia de la Madre de todos
nosotros. Hoy nos encontramos aquí para venerar y honrar su memoria, su vida e
intentar aprender de ella, porque siguiendo sus pasos, podremos también entonar
un cántico, un Magnificat con nuestras vidas.
María
nos ha convocado a todos nosotros. Acojamos todos nosotros lo mejor de nosotros
mismos y querámonos, porque en el querer está el orgullo de las madres. El otro
día oía decir a una madre: “tengo unos hijos que no me los merezco”. Ojalá,
también, la Virgen pueda decir esto mismo de todos nosotros.
Que
esta fiesta, que viene de tiempo inmemorial no se pierda. No hablo de folklore,
sino la devoción que sintamos nosotros por Nuestra Señora, que nos ayude a lo
que ella más desea: ponernos con su Hijo Jesús. Las madres no miran por ellas
mismas, María no es distinta a las demás y su misión es que estemos en comunión
con Cristo. ¿Para qué? Porque Él es el Dios de nuestra salvación; estando en Él
nuestras relaciones habrán de mejorar y, si no, malo.
Queridos
hermanos, los cristianos, hijos de María, tenemos que mostrar al mundo que la
fe es capaz de mover montañas, por eso, seamos capaces de vivir con
autenticidad nuestra religión que ella siempre nos lleva a pensar en los demás,
y a pensar bien.
Que
la Virgen, en el día de su natalicio, reciba el mejor regalo que le podemos
entregar: fe, esperanza y caridad. Así sea.
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