
Nuestra
vida cristiana ha de integrar la fe y la vida. Un binomio que no nos resulta
fácil conjugar pero difícil de practicar. El deseo más hondo del Señor es: “que
os améis unos a otros como yo os he amado”, o lo que es lo mismo, que decir que
el amor a Dios se demuestra en el amor al prójimo, pues, ¿cómo amar a Dios al
que no veo sino amo a los de Dios a los que sí veo?
En
nuestra vida como cristianos tenemos experiencias puntuales, explícitas de
estar con Dios, como puede ser: la adoración, la oración, la contemplación, la
meditación, la lectura espiritual, las celebraciones litúrgicas, especialmente
la Eucaristía, etc. y hay otras en las que no, como por ejemplo: el trabajo, la
relación vecinal, el ir a la compra, las tareas del hogar, los programas de la
TV, etc. Sin embargo, una buena relación con Dios ayuda a encajar esos otros
factores con los que nos encontramos en la vida.
Entramos
en la iglesia para adorar, para recargarse del Señor, esto implica desgastarse
en el servicio de los demás, en todos los ámbitos de nuestra persona. Si
nuestra adoración es sincera, los rayos del amor de Dios por nosotros nos
impulsarán al servicio, por eso en la Iglesia puede haber una tentación que
conviene combatir: y es la separación, la disgregación, de la fe y la vida.
Esto lo hace mucha gente, desgraciadamente nos encontramos en nuestras
comunidades parroquiales con muchísimas personas no solo buenas, sino
buenísimas, que disocian. Y no lo hacen a sabiendas, sino que no lo saben hacer
mejor, o piensan que lo uno es mejor que lo otro. Personas “fideistas”, que
incluso nosotros denominamos como “beatas”, que rezan y rezan y vuelven a
rezar, pero sus rezos no les llevan al servicio.
También
es fácil caer en el activismo dentro de la Iglesia. El papa Francisco, que
conoce muy bien ambas posturas, dice con la claridad en el lenguaje que le
caracteriza, que “la Iglesia no es una ONG piadosa”. Muchas personas, con muy
buena voluntad, se sienten animados a pertenecer a la Iglesia desde el hacer:
un voluntariado, ayuda en un campamento, un ropero de Cáritas, limpieza de la
iglesia, en el coro, atención primaria, etc. pero quizá no sepan ni dónde está
el Sagrario ni “comulguen” con la fe de la Iglesia Católica.
Ciertamente,
también, nos encontramos con personas muy cumplidoras del “precepto”, que
intentan salvar los mandamientos a toda costa, pero son rácanos, poco generosos
en sus momentos de intimidad con Dios. No les hables de llegar pronto a Misa
para caer en la cuenta de dónde estamos y el porqué, a veces no desconectan de
aparatitos móviles que manipulan detrás de grandes columnas góticas, y que una
vez acabada la Santa Misa son los primeros en marcharse. Les molestan los
avisos parroquiales, los ministros extraordinarios de la comunión, prefieren
las Misas más cortas, y poco los bautismos dentro de la Misa, no se suelen
comprometer en actividades parroquiales, tienen sus propios grupos, no conocen
a otros miembros de su misma comunidad cristiana, etc. todo bajo un puritanismo
poco discernido.
Para
muchos pareciera que hablar de soledad, de interioridad, de encuentro con uno
mismo, resultase anacrónico. Pero vemos cómo en esta sociedad el ser humano
busca por muchos medios la tranquilidad, la paz, el sosiego, la soledad, busca
los fines de semana, el aislamiento de la multitud, pone el teléfono reducido
al silencio, se evade de la ciudad y busca oasis de tranquilidad. Sin embargo,
junto a esta doble realidad que se da tan a menudo en la vida del ser humano,
aparece una paradoja: apenas se detiene en el camino de su vida, se aburre, se
pregunta qué tiene que hacer, a dónde podrá ir, a quién podrá invitar, pone la
radio, enchufa el televisor, etc. En definitiva, el ser humano sufre por estar
solo, pero tiene tremendos vacíos en su existencia. ¡Qué situación más ambigua
vive! Vive en grupo, habla de comunicación, pero todo le lleva al aislamiento;
aspira a la tranquilidad y a la paz y no se siente capaz de entrar dentro de
sí. ¡Qué curiosa situación, incapaz de vivir con los demás e incapaz de vivir
solo! Es cierto: no soporta a los demás y no se soporta a sí mismo.
El fruto
de la adoración y de la celebración de la Eucaristía habrá de ser el
testimonio. Testigos apóstoles son quienes muestran al Dios revelado por
Jesucristo mediante el Espíritu Santo y, con palabras y obras, dicen que el
Padre ha amado al mundo en su Hijo y, en Él, ha llamado a los hombres a la vida
eterna. Así podremos responder a la pregunta que Jesús nos hace en el
Evangelio: “¿quién decís que soy yo?”. Lo demás será “memoritis”.
Y cuando
en la Misa el diácono nos diga “podéis ir en paz”, que nos sintamos con toda la
fuerza del Espíritu Santo para ser testigos de lo que hemos visto y oído. Así
sea.
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