Hoy es Domingo, y los
cristianos tenemos una cita muy especial en la iglesia. Hacemos un parón
durante la semana y nos reunimos como comunidad para celebrar la Eucaristía.
Esta mañana al escuchar los
textos de la Palabra de Dios puede que se hayan dado cuenta del valor del que
la Escritura hoy nos habla. Y a través de ella, Dios nos habla, a nosotros, no
a otros, a nosotros, a nosotros.
Ese valor del que nos habla
es la humildad y como opuesto, o como contravalor estaría la falsa humildad, o
la soberbia, o la vanagloria, el creernos más, el estar por encima de los
demás.
Durante este verano he tenido
la ocasión de hablar con muchas personas a nivel espiritual, es decir, desde
dentro, conversaciones que pertenecen al ámbito de la confesión o de la
dirección espiritual. Es decir, cuando la persona se abre ante Dios y se
muestra delante de un hombre, un sacerdote, tal cual es. Hay que reconocer que es
un gesto de humildad muy grande, porque a ninguno de nosotros nos gusta que los
demás conozcan nuestros puntos flacos: “anda si parecía una cosa, y es otra”.
Por eso, en ocasiones, podemos preferir movernos en el ámbito de la apariencia,
del aparentar, lo que no sé es “a ton de qué”.
Pero fíjense, cuando uno se
posiciona desde la humildad, y es capaz de reconocer sus debilidades, es cuando
actúa la misericordia, porque es cuando uno da el paso de cambiar de puesto: se
pasa del primer puesto: primero yo, luego yo y siempre yo; al desplazamiento,
de lo que tú quieras, lo que te parezca mejor; ahí en ese cambio, está la
acción de Dios. Y saben una cosa, la acción de Dios se nota, porque
especialmente da paz. Cuando somos soberbios, cuando queremos sobresalir,
cuando queremos dar a conocer que estamos enfadados, que algo se nos ha hecho
-pero no se comunica, porque en el fondo, la soberbia es el arma de las
personas que les cuesta dialogar, confrontar, corregir fraternalmente-, en esa
situación, en el fondo de nuestra conciencia, que todos tenemos, no nos
gustamos, no vivimos bien, porque estamos peleados con medio mundo. Sin
embargo, el reconociendo de la culpa, de la herida, nos ayuda a la comprensión,
a relativizar algunas cosas que engrandezco y que no son tan importantes.
Es mejor, visto desde la
Palabra que acabamos de escuchar, ser sencillos, ser serviciales, ser amables,
etc. todo esto, encima produce en nosotros una alegría interior. Lo contrario,
puede que ayude a caer en la cuenta que uno marca el territorio y que se es el
rey del cotarro, pero, por favor, ¿qué se saca con todo eso? Que alegría da,
cuando las personas se respetan, especialmente cuando se tienen pareceres muy
distintos. Muchas veces la soberbia intenta imponer una razón, una posición,
sin embargo, la humildad es ser cómo Dios, aunque ante los demás podamos ser
-incluso- estimados por tontos.
Sin embargo, cuidado, ¡ojo!,
que hay una falsa humildad. Ahí está la posición de los fariseos: aquellos que,
con palabras delicadas, con voz fina, amable, etc. siguen prefiriendo los
mejores puestos, siguen minando su alrededor cuando alguien pisa su mina
explosiva. Es la falsa humildad que se corresponde con el lobo disfrazado de
cordero. Esta es muy peligrosa, porque no solo engaña, sino que llega
autoengaña, es tan sibilina que incluso no se llega a apreciar. Se necesita la
luz de Dios para desenmascararla, descubrirla y darle el flis que las mata bien muertas.
Queridos hermanos, veamos a los demás como Dios
encarnado en ellos, entonces, si amamos verdaderamente a Dios, solo deseemos
amarle en ellos y entonces no habrá mota que disipe nuestro quehacer como
cristianos, que es hacer la voluntad del Padre, ahí en el servicio
desinteresado a los demás. Se lo pedimos a María, nuestra Madre, cuya fiesta de
su nacimiento, estamos muy prontos a celebrar. Así sea.
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