“Auméntanos,
Señor, la fe”; esta también podría ser nuestra petición hoy y siempre.
Pidámoslo con sinceridad, sin miedo. La fe no va a provocar nada malo para
nosotros mismos. Solo provocará el compromiso con Aquel en el que creemos, pues
la fe habla de alianza, de fidelidad, de ser fieles. Hay que pedirla porque es
un don, es un regalo que Dios da. No es que el Señor quiera más a unos que a
otros, y por eso a unos se la da en mayor y a otros en menor medida; en
absoluto. La fe fue depositada de igual modo para todos nosotros en el día de
nuestro Bautismo, en ese justo instante, podríamos decir que todos éramos
santos y santas; todos partíamos de cero. A partir de entonces, ¿qué ha
sucedido para dejar de serlo o para no conservar con vitalidad la fe?
Porque de eso se trata de conservar,
o mejor dicho vitalizar o revitalizar la fe. Si la semilla no se riega, si no
se cuida, si no la da el sol, ¿qué podemos esperar de ella? Sin embargo, como
nos ha dicho el Evangelio, aunque la semilla sea pequeña, tiene capacidad, con
el cuidado de Dios, de poder germinar y hacerse una planta muy grande, capaz de
cobijar a otros. Por eso la misión de la semilla es dar fruto, y este hace
feliz al mundo, puesto que valoramos la cantidad de la semilla, aunque por
nuestra denominación sabemos, que a veces algunas de estas semillas o frutos,
habrán de sacrificarse por el engorde o la mejoría de las otras: pasaba antaño
cuando había que entresacar remolachas, o ahora cuando se vendimia en verde.
La fe, como digo, habla del creer,
de creer en quien nos ha creado por amor. La fe es la que suscita dentro de
nosotros el mantenimiento de una relación de amistad, de amor, con ese creador,
al que le debemos todo y Él a nosotros no nos debe nada, aunque nos lo da todo,
porque su misión es dar la vida sin miserias, sin tener en cuenta, esto, lo
otro, o lo de más allá.
Y en ese mantener la relación con
este Dios que es Persona, Dios y hombre a la vez, está la oración, el modo que
me hace capaz de poder relacionarme. Y en medio de esa conversación entre Dios
y yo, surge de todo, igual que ocurre en las relaciones con mis semejantes. Los
distintos modos de oración son tantos como podamos imaginar, podemos recurrir a
cada uno de ellos según como nos encontremos, pero como el salmista, también
nosotros nos habremos encontrado en la situación de no sentir nada, de no
escuchar nada, de no oír la voz de Dios. Quizá porque buscamos que nuestra
oración sea tan eficaz como nosotros queramos, es decir, construimos un Dios a
nuestra medida, que se parece más a aquel que asaltaba los supermercados para
-según decía él- ayudar a los más desfavorecidos. Los hombres tenemos unas
reglas, y Dios también. Si queremos encontrar la eficacia de la oración, busquémosla,
pero sin esperar nada a cambio, y más bien, en esa oración, ofrécete, que le aportas
tú para ser testigo de la fe en medio de un mundo en el que esta parece que
brilla por su ausencia, y no solo en lo que respecta a la fe en Dios, sino
también en la fe en los otros, donde abunda la desconfianza y el duelo. Entonces,
cuando uno va a la oración para ponerse en la simple presencia del Señor,
descubrirá paz, sosiego, deseos de ser amado, y de amar.
La gente busca esta paz, y
tristemente en una cultura cristiana como la nuestra se busca en otras fuentes
distintas a las que parte de la pila bautismal. Y el peligro está en buscar
siempre la compensación fuera de casa. Cada día hay más personas que hacen
yoga, taichí, esoterismo, libros de autoayuda, etc. Sin embargo, los
cristianos, hace mucho que tenemos remansos de paz, oasis de tranquilidad, y no
lo aprovechamos, quizá por desconocimiento. A la oración se ha de ir sin
prisas, a la oración no se puede estar pensando en cuándo termina.
Y, por último, seamos nosotros, como
nos anima San Pablo a su amigo obispo Timoteo, testigos de la fe y de la
relación con Dios. Decía el beato Pablo VI que el mundo no hace mucho caso a
los maestros, sino a los testigos, y si tiene en cuenta lo que dicen los
maestros es porque son testigos. No todo en esta vida es comer, beber y pasarlo
bien, sin problemas y con indiferencia respecto de lo que ocurre a nuestro
alrededor. La fe o es comprometida o no vale para nada, pues de que nos sirve
decir: “Señor, Señor”, si no hacemos la voluntad de Dios.
Pidamos
tener una fe como la de María, siempre dispuesta a hacer la voluntad de Dios.
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