Pues ese juez del que nos habla el
Señor en la parábola es un juez que ni teme a Dios ni le importan los hombres.
Precisamente es aquel hombre o mujer que ha de ponerse en el fiel de la balanza
para que con el derecho de la mano pueda hacer justicia. Ciertamente no todas
las leyes son justas, pero los jueces habrán de hacer cumplir la ley y ellos
habrán de ser objetivos y no partidistas a la hora de hacerlas cumplir. Pues
hoy en día nos encontramos con demasiados casos en los que percibimos que al final
a los que nos toca cumplir la ley es a los de siempre, y ojalá no nos cansemos
de cumplirla, porque ciertamente es el marco de convivencia que tenemos
establecido todos; y en estos no puede haber ni privilegios ni privilegiados. Y,
sin embargo, hay otros, que no solo se saltan la ley sino que parece como que
se rieran públicamente de ella. A estos generalmente el peso de la ley, como se
suele decir, ni les toca.
No obstante, los cristianos no nos podemos
sentir cómodos con el Evangelio de la mano con muchas de las leyes que hoy
están establecidas: la ley del aborto, llamar matrimonio al enlace entre personas
del mismo sexo, el llamado divorcio expres, el no reconocimiento de la religión
en nuestra cultura, leyes que permiten desahucios y desigualdades, leyes que
fomentan la ideología de género, y aquellas que revuelven heridas de la
historia, etc. Pero habremos de ser como la viuda, insistentes, para cambiar
nuestro mundo, y esto lo podremos hacer con cristianos que se comprometan
políticamente, como anima el Papa Francisco, y que entiendan que el servicio a
los ciudadanos no busca ni el poder, ni el prestigio, ni el dinero.
Pero de lo que habla Jesús es de la
oración, mediación para relacionarse con Dios, como un amigo se relaciona con
otro, como un amigo habla con otro amigo. La eficacia de la oración no es
conseguir nada, sino estar abiertos a lo que el Señor nos pueda regalar. Y
muchas veces lo que nos puede regalar es disfrutar de un tiempo en la presencia
de Dios, en paz, en tranquilidad, sin el ánimo de estar siempre buscando una
compensación material, o de salud, o de suerte, etc. Entendiendo así la
oración, es decir, desde el punto de vista utilitarista, haríamos de ella una
especie de ritual mágico; en la medida que conseguimos algo volvemos a ponernos
a tiro del Señor, y si no conseguimos lo que queremos pues le damos la espalda.
Porque en nosotros parece que está la sabiduría que nos permite saber en todo
momento que es lo que más nos conviene, cuando Dios parece que sabe mejor que
nosotros que es lo que más nos conviene, puesto que muchas veces incluso lo que
pedimos a Dios puede ir solo en nuestro propio beneficio, y no en beneficio de
los otros. Pero aún más, y es que algunas veces nos perjudicamos con nuestras
apetencias, disfrutes y vicios; estos no son bendecidos por el Señor.
Aprendamos a orar orando, es la mejor
manera. Busquemos formas nuevas de hacer oración: quizá muchas veces puede
consistir en estar en silencio, desgranar una oración, gustar cada palabra,
meditar el Evangelio, contemplar la naturaleza, escuchar música relajante, etc.
La Iglesia ofrece muchas posibilidades, métodos, maneras para relacionarse con
Dios: también celebrar la Eucaristía sin prisas, sin tiempos establecidos, ni
para llegar ni para marcharse, las prisas no son buenas en todo esto. Si
descubriéramos el gusto por la oración, nuestra vida sería muy diferente,
porque la oración invita a pasar por el filtro de la fe la misma vida, y en
esto pasa lo que hacemos y también con quiénes nos relacionamos y cómo son nuestras
conversaciones, acciones, etc. Nos conoceríamos más, nos querríamos más y
querríamos también más a los demás, hasta tal punto que descubriríamos a Dios
en los demás. Así sea.
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