Cuando hago oración con el Evangelio, siempre me
ayuda la oración de contemplación que consiste en aplicar todos los sentidos a
la escena que recién acabamos de escuchar. Lucas, el evangelista de la infancia
de Jesús y de la misericordia, nos presenta a Jesús camino de Jerusalén. Y ahí
nos podemos parar, y caer en la cuenta de cómo Jesús va camino de esa ciudad
tan importante para los judíos, Él es un judío y acude al centro del judaísmo
no solo en aquella época sino ahora también.
En la vida conviene tener claro dónde se va y de
dónde se viene. Ayudará a caer en la cuenta del sentido que tienen las cosas. Jesús
va camino de Jerusalén y pasa por dos regiones de aquella media luna fértil,
del país de la Biblia, que son antagónicas entre sí, o al menos lo son los
judíos y los samaritanos.
¿Cómo es ese camino? No nos lo imaginemos asfaltado,
con aceras, a qué huele, quiénes acompañan al Maestro, de qué hablarán, cuál es
el paisaje y su colorido, ¿ofrecen algo para compartir mientras caminan? Y
ayuda en este ejercicio de contemplación de este pasaje bíblico caer en la
cuenta de dónde estoy yo, si les acompaño, o miro de lejos, si me meto en la
escena y participo o soy un mero espectador. Todo eso ayuda en la oración de
contemplación. Jesús camina, ojalá caminemos con él y camina por una tierra con
cierto riesgo. No es la primera vez que en el Evangelio el Señor se hace
presente entre samaritanos, y generalmente para hablarnos o tocar el tema del
perdón, me parece que en esta ocasión también. La samarita da de beber a Jesús
porque este se lo pide. El buen samaritano prototipo de atención al prójimo. Y
ahora los diez leprosos, que se hacen presente delante de Jesús el Señor para
pedirle compasión, que es lo mismo que decir para que le curaran.
¿Cómo son esos leprosos? Podemos imaginar, ¿verdad?
Probablemente no son atractivos a la mirada, son un peligro tocarlos, puede uno
contagiarse, son impuros para la la religión y sociedad de aquel tiempo.
Podemos escuchar sus gritos y dejarnos interpelar por los mismos. Jesús no solo
los escucha sino que pone remedio. Cura, perdona, salva.
Pero, hete aquí, que solo hay uno que se vuelve y le
agradece el gesto que ha tenido con él, con ellos. ¡Qué coincidencia!, justo el
único que era samaritano, el resto aparecen como desagradecidos. Y es que así
es la vida. Y Dios le cura, porque su fe le ha salvado.
¿Dónde estoy yo en medio de todo esto? ¿Qué
aplicación para mi vida puedo sacar de todo esto?
Hoy recordamos al Papa Francisco que se acercó en la
plaza de San Pedro a aquel hombre lleno de verrugas, y el Papa lo besó y al
hacerlo lo besó el mismo Dios y por eso aquel hombre, quedó lleno del Espíritu
Santo. Y el Padre Damián en Molokai, se contagió de la enfermedad de aquellos
hombres que habían sido retirados a una isla. Para aquel sacerdote, aquellos
hombres tenían derecho a recibir la salvación de Dios y se contagió, se
contagió y les contagió del Amor de Dios. Y, ¿San Luis Gonzaga? En aquella
época en Italia, también ponía su manteo sobre el suelo para que pudieran
echarse aquellos enfermos de la peste, y se contagió y les contagió el Amor de
Dios. Y tenemos muchos más ejemplos, porque –gracias a Dios- la Iglesia está
llena de modelos. Hoy mismo en la catedral de Oviedo se han beatificado cuatro
mártires de España, un sacerdote y tres seglares. Todos ellos fueron
descuartizados, humillados, incluso algunos de ellos cavaron su propia tumba
por no renegar ni a la fe ni romper con ella. Uno de ellos el más joven,
estudiante de magisterio, a este le hubiera gustado ser religioso dominico,
pero la enfermedad de la tuberculosis hizo que tuviera que volver a casa. Eran otros
tiempos donde se podían elegir. Hoy pasamos todos. Murieron dando la vida,
perdonando a sus verdugos y recibiendo la misericordia de Dios. Seamos
agradecidos y demos gracias por la vida que Dios nos da en la Eucaristía. Así sea.
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