En este domingo del tiempo ordinario del
Año de la Misericordia escuchamos una Palabra que toda ella nos habla de la
Misericordia de Dios, y como rostro de la misma Jesucristo. Sería bueno que
cuando escucháramos la Palabra de Dios pusiéramos mucha atención, quizá sería
bueno cerrar los ojos para verte mejor, escucharte mejor, olerte mejor, gustarte
mejor, tocarte mejor,… Señor. Aplicar todos nuestros sentidos. Pues imaginando
cada una de las escenas que se nos presenta podemos hacernos la idea mejor de
lo que ocurrió, de lo que ocurre y de lo que deseamos que ocurra con nosotros.
Es decir: la Palabra, aparentemente antigua, es nueva porque nos alumbra para
que seamos luz del mundo.
El libro del Éxodo nos habla del pueblo
de Israel, procedemos de un pueblo y seguimos siendo pueblo, que importante es
que nos sintamos vinculados a este pueblo de Dios, que peregrina, que camina,
con tropiezos, pero con manos y brazos como los de Dios, que nos ayudan a
levantar y a seguir para adelante con la alegría de la fe. ¿Qué ocurre en esta
escena de Moisés y el pueblo? Muy sencillo: Moisés sube al monte y Yahvé le habla.
Le dice que su pueblo se ha pervertido, lo contrario de se ha convertido. Ese
pueblo liberado de la esclavitud, resulta que es desagradecido, y como Moisés
tarda en bajar, murmuran, y construyen un sucedáneo de divinidad a la que
adorar. Es que realmente el ser humano necesita una referencia permanente a lo
sagrado. Incluso aquellos que dicen no creer, creen, porque -aunque sea para despotricar,
como estos judíos- tienen más presente a Dios de lo que a nosotros nos parece.
Sin embargo Dios sigue prometiendo misericordia, simbolizado en descendencia y
por eso hasta Dios mismo se arrepintió de su ira. ¡Precioso!
El salmo 50 es el miserere, salmo
penitencial tan conocido que la liturgia reza especialmente los viernes. Y lo
más bonito es la frase que todos nosotros repetimos como respuesta al salmista,
en diálogo de oración con él: “me levantaré, me pondré en camino adonde está mi
Padre”. Justo la parábola que nos habla de un Padre misericordioso, un hermano
envidioso y cumplidor y un hermano chiquito, que actúa con desconocimiento,
pero que tiene capacidad de retroceder.
San Pablo, en la segunda lectura, se ha
presentado, él mismo, como aquel en quien la misericordia de Dios ha actuado.
Un hombre con un pasado de lo más rastrero, Dios ha confiado en él para ser
ministro del Evangelio, apóstol de los gentiles. Esto nos puede hacer pensar
que Dios de la nada precisamente lo creó todo. Y esto se sigue repitiendo en
cada uno de nosotros, de la mediocridad más absoluta, Dios puede hacer grandes
cosas si nos dejamos, pero al dejarnos, dejaremos la mediocridad para -como
Pablo- dar la vida por Él.
En el Evangelio hemos escuchado dos de
las tres parábolas de la misericordia que nos presenta San Lucas en el capítulo
15: la oveja y la moneda perdida, nos ha faltado escuchar el hijo perdido. Todo
perdido, pero a la vez todo encontrado. Dios rescata a los perdidos. Decimos,
cuando vamos al campo, esto es un barbecho, esto es un sembrado, esto es un
perdido, y allí encontramos retama y cardos, aparte de otras yerbas. ¿Qué hay
que hacer para que esa tierra pueda volver a ser fértil? Hincar el arado,
trabajar mucho, porque ha sido una tierra que llevaba mucho tiempo sin estar
bajo una estructura de trabajo.
Dios es el Dios de los perdidos, ¿quién
necesita médico? ¿los sanos? No, los enfermos. ¿Quién necesita la misericordia
de Dios? ¿los santos? No, nosotros pecadores. Porque fíjense cómo empieza el
Evangelio: “en aquel tiempo solían acercarse a Jesús todos los publicanos y
pecadores. Y los fariseos y escribas murmuraban”. Estas dos cosas son el padre
nuestro de cada día, yo lo he experimentado en mi propia carne. Yo,
personalmente, me dan igual los prejuicios que los “escribas y fariseos de hoy”
puedan tener cuando me hago cercano a los que los demás hemos etiquetado como “pecadores”
por lo que sea. Como sacerdote me siento con la necesidad de acercarme, porque
Dios es así, a la oveja descarriada, para reconducirla. Y tengo que confesar,
que esta tarea me llena humanamente y cristianamente. Dios se sirve de nosotros
para ejercitar su misericordia. No estemos tan pendientes para mal de los
demás, para el chascarrillo de pasillo o de detrás de columnas, que se nota, y
practiquemos más la misericordia pues todos nosotros precisamos de ella. Así
sea.
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