Con el Espíritu Santo, en medio del
pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1, 14),
y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella
es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender
el espíritu de la nueva evangelización.
En la cruz, cuando Cristo sufría en
su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia
divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo.
En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le
había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le
dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27). Estas palabras de
Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa hacia
su madre, sino que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el
misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como
madre nuestra. Solo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está
cumplido» (Jn 19, 28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva
creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que
caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los
misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono
femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus
hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de
Jesús» (Ap 12, 17). La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en
cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo, ha sido bellamente
expresada por el beato Isaac de Stella: «En las Escrituras divinamente
inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se
entiende en particular de la Virgen María […] También se puede decir que cada
alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen
y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá
en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y
en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos».
María es la que sabe transformar una
cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de
ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella
es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es
la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre
de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto
hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para
acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno.
Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y
derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través de las distintas
advocaciones marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las
historias de cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte
de su identidad histórica.
A la Madre del Evangelio viviente le
pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora
sea acogida por toda la comunidad eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y
camina en la fe, y «su excepcional peregrinación de la fe representa un punto
de referencia constante para la Iglesia». Ella se dejó conducir por el
Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad.
Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos
el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes
evangelizadores. En esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de
aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los
años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Este es el comienzo del Evangelio, o
sea de la buena y agradable nueva. No es difícil notar en este inicio una
particular fatiga del corazón, unida a una especie de “noche de la fe” –usando
una expresión de san Juan de la Cruz–, como un “velo” a través del cual hay que
acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio. Pues de este modo
María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo,
y avanzaba en su itinerario de fe».
Hay un estilo mariano en la
actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María
volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos
que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes,
que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola
descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los
poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1, 52.53) es la que pone calidez
de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva
cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). María
sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos
y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio
de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de
todos.
Es la mujer orante y trabajadora en
Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo
para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1, 39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un
modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal
nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el Resucitado
quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza y de
firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Con María
avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen
y Madre María,
tú
que, movida por el Espíritu,
acogiste
al Verbo de la vida
en
la profundidad de tu humilde fe,
totalmente
entregada al Eterno,
ayúdanos
a decir nuestro «sí»
ante
la urgencia, más imperiosa que nunca,
de
hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú,
llena de la presencia de Cristo,
llevaste
la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo
exultar en el seno de su madre.
Tú,
estremecida de gozo,
cantaste
las maravillas del Señor.
Tú,
que estuviste plantada ante la cruz
con
una fe inquebrantable
y
recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste
a los discípulos en la espera del Espíritu
para
que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos
ahora un nuevo ardor de resucitados
para
llevar a todos el Evangelio de la vida
que
vence a la muerte.
Danos
la santa audacia de buscar nuevos caminos
para
que llegue a todos
el
don de la belleza que no se apaga.
Tú,
Virgen de la escucha y la contemplación,
madre
del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede
por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para
que ella nunca se encierre ni se detenga
en
su pasión por instaurar el Reino.
Estrella
de la nueva evangelización,
ayúdanos
a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del
servicio, de la fe ardiente y generosa,
de
la justicia y el amor a los pobres,
para
que la alegría del Evangelio
llegue
hasta los confines de la tierra
y
ninguna periferia se prive de su luz.
Madre
del Evangelio viviente,
manantial
de alegría para los pequeños,
ruega
por nosotros.
Amén.
Aleluya.
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