Lc 2, 15b-19
“LA VIRGEN MARÍA, TRONO DE LA SABIDURÍA”
Los cristianos tenemos sobrados motivos para celebrar a María como “reina y señora”, pero corremos el peligro de olvidar la historia de aquella mujer sencilla que vivió en un pequeño pueblo de una región periférica en el mundo de aquel tiempo. María de Nazaret es alguien de nuestra raza. Como los demás humanos, nació y vivió en un contexto histórico, social, económico, político, religioso y cultural. Como en las demás mujeres, su naturaleza humana se desgastó, se vio afectada por las inclemencias de los años y envejeció. No vivió separada y protegida, vivía en el mundo y para el mundo; ¿por qué tanto miedo al mundo?
María fue una mujer sencilla del pueblo y sensible a las necesidades de los pobres. Conocía muy bien lo que era ser de pueblo y lo que era ser pobre. Nació del fruto de amor de sus padres: Joaquín y Ana. María recibió un favor singular de Dios. Y recorrió su camino en la sorpresa y en la oscuridad de la fe.
Aquí tenemos junto a nosotros a la Virgen del Carmen, bajo su amparo nos venimos a acoger una vez más. Ella nos guía en el camino que nos dirige Jesús. Todos juntos le cantamos y ella nos hace estar alegres porque vemos en ella una mediadora entre nosotros y el Señor. Ella nos invita siempre a celebrar la Eucaristía, a escuchar la palabra y a partir el pan.
Cuántas personas, a lo largo de los años, se habrán convocado, acercado y reunido aquí para venerarla, para darle gracias por los bienes recibidos durante el año, ahora que estamos en tiempo de cosecha, de buena cosecha, ¿qué le ofrecemos nosotros a Nuestra Señora? ¿Acaso nuestra oración y devoción? ¿Solo eso, o también nuestro compromiso diario de decir Amén a la palabra del Señor? Cuántos de nuestros antepasados: nuestros padres, nuestros abuelos, cuántos,… se habrán acercado aquí. Cuántos sentimientos, deseos, peticiones, oraciones, ofrecimientos habrá escuchado, recibido de tanta gente. Cada uno expresándose como sabe y puede, pero ella reconociendo lo que recibe y agradeciendo.
Si miramos su imagen, su composición es bellísima, clásica, del tiempo en el que fue realizada. Su gesto es humilde y austero, como con una mirada hacia abajo, resaltando su humildad y su deseo de dejarse hacer por el Señor, con su hijo en brazos, entregándonoslo, el niño dirige la mirada hacia al frente, en la misma dirección de la madre. Esta es la experiencia de María. Quien le ha mirado a María es el Señor, Dios se ha fijado en esta muchacha de Nazaret. La Virgen sabe que Dios le ha mirado y con eso le basta: la ha visitado en su pequeñez, le ha ofrecido compañía en su camino, fuerza en el fondo de su desamparo. Ella no canta en general, no quiere hablar de oídas; sólo dice y canta aquello que Dios ha realizado en ella al contemplarla.
María lo retiene en sus brazos, nos lo entrega. El Niño está con los brazos abiertos. Lo aprendió de su Madre, y así también será recordado en el momento supremo de la entrega de su vida. No es difícil dirigir después la mirada -desde esos brazos abiertos del Niño Jesús- hacia el Cristo de la Paz , que encontramos presidiendo esta Iglesia del Carmen y en muchos de nuestros hogares, incluso colgado de nuestros cuellos.
Parece como si en esta talla, María volviera a decir lo de las Bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga”. Ella sigue ofreciendo su Hijo a la Comunidad. Más de una persona le acerca flores. Y se queda un rato con ella hablándole bajito. Y se da cuenta que, poco a poco, las flores que ha traído van cuajando en proyectos de justicia.
Ojalá que María, la Virgen del Carmen nos ayude a ser hombres y mujeres que nos entreguemos más y mejor a los demás. Que tengamos en cuenta la fe que recibimos de nuestros predecesores y hagamos lo mismo con los que vienen detrás de nosotros, porque tener fe es tener confianza y quien confía ama y se entrega. Que así sea.
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