DÍA
3º: Miércoles, 10 de julio
Lc
1, 26-38
“MARÍA, LLENA DE
GRACIA”
María estaba “llena de gracia”. Más aún: era “la
llena de gracia”. El ángel dirá “llena
de gracia” como quien pronuncia un apellido, como si en todo el mundo y
toda la historia no hubiera más “llena de gracia” que María.
Está claro que era una mujer elegida
por Dios, invadida de Dios, inundada por Dios. Tenía el alma como en préstamo,
requisada, expropiada para utilidad pública en una gran misión.
No quiere esto decir que su vida
hubiera estado hasta entonces llena de milagros, que las varas secas
florecieran de nardos a su paso o que la primavera se adelgazara al rozar
escapulario. Quiere simplemente decir que el Señor la poseía mucho más que el
esposo posee a la esposa. El misterio la rodeaba con esa muralla de soledad que
circunda a los niños que viven ya desde pequeños una gran vocación. No hubo
seguramente milagros en su infancia, pero sí fue una niña distinta, una niña
“rara”, que diríamos ahora. O más exactamente: misteriosa. La presencia de Dios
era la misma raíz de su alma. Orar era, para ella respirar, vivir.
Seguramente este mismo misterio la
torturaba un poco. Porque ella no entendía del todo. ¿Cómo iba a entender? Se
sentía guiada, conducida. Libre también, pero arrastrada dulcemente, como un
niño es conducido por la amorosa mano de la madre. La llevaban de la mano, eso
era.
Muchas veces debió de preguntarse
por qué ella no era como las demás muchachas de su tiempo, por qué no se divertía
como sus amigas, por qué sus sueños parecían venidos de otro planeta. Pero no
encontraba respuesta. Sabía, eso sí, que un día todo tendría que aclararse. Y
esperaba.
Esperaba entre contradicciones. En
ella había nacido el deseo de permanecer virgen. Para las mujeres de su pueblo
y su tiempo esta era la mayor de las desgracias. El ideal de todas era
envejecer en medio de un escuadrón de hijos rodeándolas.
Sabía que aquella idea de ser virgen
la había plantado en su alma alguien que no era ella. ¿Cómo oponerse? Temblaba
ante la sola idea de decir “no” a algo pedido o insinuado desde lo alto.
Comprendía que humanamente tenían razón en su casa y en su vecindario cuando
decían que aquel proyecto suyo era locura. Y aceptaba sonriendo las bromas y
los comentarios. Sí, tenían razón los suyos: ella era la loca de la familia, la
que había elegido el “peor” partido. Pero la mano que la conducía la había
llevado a aquella “locura”.
El ángel Gabriel, en la Anunciación , fue quien
descubrió a María “como llena de gracia”. Si la presencia luminosa del ángel,
del mensajero, había llenado la pequeña habitación, aquella bienvenida pareció
llenar a la Virgen
mucho más. Nunca un ser humano había sido saludado con palabras tan altas.
Parecidas sí, iguales no.
María conocía muy bien que dentro de
ella había un secreto enorme. Y ahora el ángel parecía querer dar la clave con
que comprenderlo. Y la traía de repente, como un relámpago que en una décima de
segundo ilumina la noche. La mayoría de los que logran descubrir su secreto lo
hacen lentamente, excavando en sus almas. A María se le encendía de repente,
como una antorcha. Y todos sus trece años –tantas horas de sospechar una
llamada que no sabía para qué- se le pusieron en pie, como convocados. Y lo que
el ángel parecía anunciar era mucho más ancho de lo que jamás se hubiera
atrevido a imaginar. Por eso se turbó, no comprendía.
Luego el ángel siguió como un
consuelo: “No temas”. Dijo estas
palabras como quien pone la venda en una herida, pero sabiendo muy bien que la
turbación de la adolescente era justificada. Por eso prosiguió con el mensaje
terrible a la vez que jubiloso: “Has
hallado gracia delante de Dios. Mira, vas a concebir y dar a luz un hijo, a
quien pondrás pro nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo.
Dios, el Señor, le dará el trono de su padre David: reinará en la casa de Jacob
eternamente y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30-33).
¿Cuánto duró el silencio que siguió
a estas palabras? Tal vez poco, tal vez mucho. La hora era tan alta que quizá
en ella no regía el tiempo, sino la eternidad, la plenitud, el mismo Dios.
Ciertamente para María aquel momento fue inacabable. Sintió que toda su vida se
concentraba y se organizaba como un rompecabezas. Empezaba a entender por qué
aquel doble deseo suyo de ser virgen y fecunda; vislumbraba por qué había
esperado tanto y por qué tenía tanto miedo a su esperanza. Empezaba a
entenderlo, solo “empezaba”. Porque aquel secreto suyo, al iluminarlo el ángel
se abría sobre otro secreto y éste, a su vez, sobre otro más profundo: como en
una galería de espejos. Terminaría de entenderlo el día de la resurrección,
pero lo que ahora entreveía era ya tan enorme que la llenaba, al mismo tiempo,
de alegría y de temor. La llenaba, sobre todo, de preguntas.
Ojalá el hecho de conocer un poco
más a María nos venga bien para profundizar en su persona. Que este tercer día
de la novena en honor de la
Virgen del Carmen nos ayude a caer en la cuenta de que María
fue una mujer igual a todas las demás, que no era una diosa, aunque en ella
llevaba a Dios, ella era templo de Dios como todos nosotros también lo somos.
Madre, ayúdanos a ser como tú, ponnos con Jesús para que nos ponga con los
demás, especialmente los más desfavorecidos de nuestra sociedad. Que así sea.
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