“LA VIRGEN MARÍA
CONFIADA COMO MADRE A LOS DISCÍPULOS”
Como en otras épocas históricas,
también hoy el cristiano advierte la exigencia de comprender y valorar la
misión que la Madre
de Jesús desempeña en la
Iglesia y en su vida espiritual. La Virgen María ha
venido siendo en la historia de la espiritualidad cristiana referencia
entrañable que ha inspirado a muchos en el seguimiento de Cristo. La devoción a
María, especialmente bajo la advocación del Carmen, ha servido en el pueblo
cristiano como alimento para la fe, la esperanza y el amor. El papa San
San Juan Pablo
II, en su última visita a España, nos animaba a perpetuar con la devoción a
María. El futuro santo alentaba al pueblo fiel a fijar en María los pilares
fundamentales de la fe cristiana. La continuidad con esa tradición viva en
nuevo contexto, está claro, es un reto para la Iglesia de hoy, para
nuestra Iglesia que está dispuesta, desea y expresa una nueva evangelización. Y
para nosotros, también, ahora que comenzamos la novena en honor a la Virgen de Carmen.
Hay que decir, que a pesar de la
desorientación del momento que nos está tocando vivir, el cristiano se sigue
dando cuenta que María es una señal llena de significado, ofrecida al pueblo de
Dios en su camino de fe. El papa Francisco en su encíclica
escrita a dos manos, por él y el papa emérito Benedicto XVI, Lumen Fidei, luz de la fe lo afirma. Así es María,
modelo, que sentada en el primer banco de la iglesia nos enseña las actitudes
propias para mirar a Jesús, nos indica el camino del seguimiento, pues a ella
vemos cuando el Señor va delante, y sino recuerden la imagen de la cruz
procesional: el pueblo va detrás, pero no ve al crucificado, ve en el reverso,
a la madre, y el pueblo viendo a María, reconoce como mirándole a ella es ir
tras el Señor.
Queridos hermanos necesitamos el
encuentro personal y auténtico con María, libre de hipotecas y de visiones
caducas, una relación con la
Madre desde el contacto asiduo con el Evangelio y expresado
en un diálogo con ella continuamente renovado. Porque la relación con la Madre procede del sentirnos profundamente
hijos, y el hecho de tener una madre común nos hace a todos más hermanos los
unos de los otros. La garantía de nuestra relación, de nuestra comunión, está
en esa unión mutua, en ese afecto que procede de lo alto y que nos invita a
mirar afectivamente hacia lo más bajo de la tierra, y ponernos a su misma
altura, siendo llanos, no mirando a nadie por encima del hombro; porque a todos
Dios, por medio de María, nos quiere levantar, dar dignidad.
Para madurar nuestra respuesta de
fe, nosotros,
cristianos, no podemos abandonar el terreno histórico en que vivimos y
actuamos. María debe ser integrada en el corazón de cada día, de nuestra vida
diaria, es ahí donde se hace presente. Integremos, pues, la fe y la vida, pues
la persona de María adquiere su hechizo evocador y estimulante cuando se la
inserta en la trama global de la vida cristiana; solamente en ese contexto se
hace interpelación e inspiración para encarnar los valores cristianos en
nuestro tiempo que puede parecer se han perdido. Si nuestra vida se separa de
la fe, nuestra vida queda desmembrada, sin referencia última que sacie nuestra
necesidad de querer y sentirnos queridos; de experimentar el amor maternal con
que María nos acoge a todos, bajo su escapulario, y es una actitud que nos
invita a realizar con los demás.
En el Evangelio de Juan, Jesús revela algo muy importante: ha llegado
su hora y, con ella, la de su Madre, que se convierte en mujer. Ella simboliza la Iglesia. Lo mismo que el
discípulo amado simboliza a los verdaderos creyentes. De ahí que Juan reciba a la Madre de Jesús como suya,
como algo que le pertenece y a lo que no puede renunciar. Lo propio del
discípulo es la fe. La escena mencionada es una síntesis de la obra que Jesús
venía a realizar: la salvación del género humano prolongada en la Iglesia. Así mismo, el
discípulo cumple el mandato recibido desde la cruz aceptando a la Madre de Jesús como su
propia madre.
Junto a la cruz de Jesús, María que
no es llamada por su nombre, sino por su vocación y misión; pues, tiene una
doble dimensión: ser la Madre
del Señor, por lo que todo el mundo le tributa cariño, respeto y veneración, y
la de ser símbolo de la
Iglesia , que está naciendo en aquel momento, por lo que debe
ser recibida por todo el pueblo fiel como algo propio e irrenunciable. Se trata
de la pertenencia a la Iglesia ,
pueblo de Dios y cuerpo de Cristo. Esta pertenencia se halla incluida en lo
esencial del discipulado cristiano, que es la fe.
Precisamente a partir del Concilio
Vaticano II, la figura de María se ha resaltado, buscando dimensiones nuevas en
la historia de la salvación. Desde siempre la humanidad ha mirado hacia ella,
ha escuchado atenta sus palabras. En María se une Dios con el ser humano en un
abrazo cargado de ternura y de amor.
María es también la Madre de la Iglesia , que pone en ella
sus ojos, en quien ve el puente y el sendero que más fácilmente nos lleva al
Señor. Dios quiso hacerse realidad ante los hombres por medio de María y ha
querido que el camino del ser humano hacia Él sea idéntico: por medio de María.
En María sabemos que encontramos a Dios.
En la tradición de la Iglesia se presenta a
María como madre de los cristianos. Y “madre” significa la que da vida y apuesta por ella hasta las últimas consecuencias y
con todo apasionamiento. María, madre de todos, creyentes o increyentes. Y
nosotros, hermanos de todos, por tener un Dios que es Padre común a todos, que
nos iguala a todos, que nos ama a todos, no cabe la posibilidad de pensar en un
Dios que castiga a los malos y da premios a los buenos, que permite el dolor y
ciertas desgracias, incluso enfermedades. Nuestro Dios, y de Él, ha aprendido
totalmente María, es un Dios rico en Misericordia.
Desde siempre la figura de la madre
ha sido compendio de amor y confianza para los hijos. Desde pequeños hemos
encontrado en la “madre” el refugio seguro en nuestros momentos duros y
difíciles. En la madre encontramos refugio y confidencia, confianza, plena
seguridad, protección desinteresada y palabra alentadora.
En María el hijo encuentra el hogar
seguro; por eso acudimos a ella sin miedo, buscamos en su regazo la sonrisa que
necesitamos para dar a nuestra vida alegría, la protección precisa para caminar
con seguridad.
En los momentos difíciles, cuando a
nuestro lado todo lo vemos nublado, se hace más palpable, más real la figura de
nuestra madre María. Ella nos pide nuestro amor de hijos, espera respuesta
confiada a su amor maternal. Y nuestro amor de hijos debe ser pleno, generoso,
sin reservas, desterrando falsos recelos y miedos: es nuestra madre.
Demostraremos que somos buenos hijos
si damos nuestro amor a tan buena madre. Pidamos a María, Virgen del Carmen,
nos ayude a ser como ella. Así sea.
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