Con el dogma católico, confesamos
que María es Inmaculada. Quizá
podamos decir que se va haciendo Inmaculada al dialogar con Dios en plenitud, es
decir, sin egoísmo. María en la medida en la que está en comunión con Dios es
más Él y menos ella. Allí donde un frágil ser humano, una mujer y no una diosa,
una persona de la tierra, puede escuchar a Dios en libertad y dialogar con Él
en transparencia, surge el milagro: nace el ser humano desde Dios, el mismo
hijo divino existe en nuestra tierra.
Solo en este diálogo de amor
fecundo, podemos y debemos afirmar que María es Inmaculada. No quiere Dios el
vacío de María, no busca su silencio, ni se impone en ella como cuerpo. El
Señor la quiere en persona: desea su colaboración; por eso le habla y espera su
respuesta. En la escena de la
Anunciación de la que hablamos hace unos días contemplamos un
diálogo de consentimiento: la
Virgen ha respondido al Señor en gesto de confianza sin
fisuras; ha confiado en Él, le ha dado su palabra de mujer, persona y madre.
Ella y Dios se han vinculado.
Este es el misterio, este el enigma:
que Dios puede querer, con su propio ser divino e infinito, lo que quiere una
mujer; y que una Mujer pueda desear en cuerpo y alma (en carne y sangre, en
espíritu y en gracia) aquello que Dios quiere. Ciertamente son distintos, deben
serlo; cada uno se mantiene a su nivel, uno es el Padre eterno; otra es María,
la mujer concreta de la historia humana; pero ambos se han unido para compartir
una misma aventura de amor y de gracia, la historia divino/humana de Cristo.
La madre
de Jesús, fue una mujer especialmente querida, agraciada por Dios. Él la
preservó siempre de todo pecado, ella fue siempre fiel, su vida fue una
respuesta plena a Dios. El Señor ha querido liberar a su madre de todo lo que
nos aparta de Él, del daño que nosotros nos hacemos a nosotros mismos y a los
demás.
Ella le llevó en su seno, le amamantó, le crió, le educó, le
enseñó a rezar, volcó todo su afecto e ilusión por su hijo, como solo las
madres pueden acercarse a comprender en toda su grandeza. Es María, la madre de
Dios, nuestra madre, la madre de la Iglesia, que ha recogido y recoge el mayor
afecto: “todas las generaciones que le llaman bienaventurada”.
María nos hace pensar, pues lo que hemos descubierto en ella,
podemos también de algún modo descubrirlo en nuestro propio ser. Dios al darnos
la vida, nos ha hecho semejantes a Él. Esto debe hacernos reflexionar, que en
todo ser humano, hay un núcleo intocable que nadie ni nada puede manchar. Pablo
nos lo dice con estas palabras: “Él nos eligió, en la persona de Cristo, antes
de la creación del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante Él por el
amor”. Lo que hay de divino en nosotros será siempre inmaculado. Si tomáramos
conciencia de esta realidad, sería el comienzo de una nueva manera de
entendernos a nosotros mismos y de entender a los demás. María madre de Dios es
ejemplo y modelo de fe cristiana. Ella, íntimamente unida a su hijo, desde la
plenitud de gracia, en función del proyecto de salvación que su hijo viene a
ofrecernos, de su unión con Él, abre también para nosotros el camino “hacia una
nueva tierra y un nuevo cielo, en los que habite la justicia”.
El relato evangélico de Lucas, que hemos escuchado hoy, ha
encontrado eco en la religiosidad de los cristianos de todos los tiempos, en la
Iglesia, que ha recibido la presencia de María con afecto singular, y han visto
y sentido en María la cercanía de Dios. Le han invocado como la madre de Dios,
también como madre nuestra. Nosotros nos unimos al gozo de toda la Iglesia y
damos gracias a Dios por la grandeza que ha obrado en María y por el Espíritu
que Jesús su hijo nos ha trasmitido, en nosotros también Dios se hace presente.
Tal vez nuestra sociedad y posiblemente nosotros mismos en alguna
medida, colmados de pecados como la intolerancia, la violencia, el egoísmo, el
olvido de los que sufren, pasamos fácilmente por encima de estas verdades, de
estos hechos que nos importan. No podemos olvidar que María y cuanto Dios
realiza en ella, es un proyecto de salvación para nosotros. Acercarnos con
afecto a María, es acercarnos a nuestra salvación, acercarnos a Jesús.
Esta es la insignia de María
Inmaculada: ella es apertura creadora. Frente a un mundo que sólo se despliega
en gestos de miedo y de violencia, frente a una humanidad que se defiende
sometiendo (esclavizando) a los débiles, María viene a presentarse como signo
de diálogo: ha confiado en Dios, pone su vida al servicio del Mesías, es decir,
de la libertad y confianza entre los seres humanos.
María no es Inmaculada solo (y sobre
todo) en su concepción sino en su vida entera, tal como se expresa y resume en
el relato de su encuentro con Dios: vence al pecado, se hace Inmaculada, en
actitud constante de diálogo con Dios y de apertura (entrega) al servicio de
todos los seres humanos, por medio de Cristo, su hijo, que es Mesías. La Virgen no ha reservado nada
para sí, todo lo ha puesto en manos del Señor, por nosotros. Por eso decimos
que es Inmaculada.
En el quinto día de la novena en
honor de la Virgen
del Carmen, le pedimos nos ayude a ser hombres y mujeres de entrega y servicio
a los demás. Que así sea.
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