DÍA
2º: Martes, 9 de julio
Lc
1, 26-38
“LA VIRGEN MARÍA EN
LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR”
Celebrada como “reina de cielos y
tierra”, María es la mujer sencilla de Nazaret. “Llena de gracia”, es la creyente que se fía totalmente de Dios.
Las palabras del ángel –“el Espíritu
Santo descenderá sobre ti”- tienen su reverso en la entrega incondicional
de María: “Hágase en mí según tu palabra”.
La Madre de
Jesús avanzó “en la peregrinación de la fe”, y así vivió el encuentro
interpersonal de amor con Dios, que llamamos gracia.
“¡Feliz
tú que has creído!”, es la felicitación de Isabel a María. La Virgen recorre los caminos
ásperos de nuestra historia en la oscuridad de la fe. Se mantuvo fiel a la
palabra del Señor, y en esa fidelidad nos precede. La fe es un don gratuito de
Dios, pero se hace realidad en la práctica de la persona humana que se fía
libre y totalmente del Señor.
Desde que la figura de María se asoma
a las páginas del Evangelio, nos damos cuenta de su sencillez y de su grandeza,
precisamente porque así es como hace Dios las cosas. Nuestro Dios no es un Dios
que ama la soberbia, que se vanagloria de sus acciones, que se recrea en la
ostentación, sino todo lo contrario: ama la sencillez, y valora la fe de
corazón. Es un Dios humano que ha nacido de las entrañas de una mujer,
sencilla, obediente, pobre, creyente.
Una de las dimensiones más
admirables de María es sin duda su fe, creyendo siempre sin dudar en Dios. Esta
fe la va a traer grandes y duras consecuencias: la exigencia de Dios estará a
su puerta continuamente pidiendo algo más, conocerá el dolor de forma cruel,…
Pero ella sobre todo y a pesar de todo cree, confía y por eso, no abandona sino
que acompaña y contempla. Toda la aureola que rodea a María le viene solo por
una sencilla razón: porque creyó. La figura de María se convierte en la de la
mujer que creyó en la Palabra
de Dios, que no dudó; María fue la primera cristiana porque fue la primera que
creyó. Y ella se aprendió muy bien la lección de la fe: toda su vida fue una
consecuencia de su creer, de su sí. No creyó para cumplir el expediente, porque
así lo exigían las reglas, o incluso porque así lo había pensado Dios para
ella. No, creyó convencida de que era la única manera de responder al amor de
Dios.
Es la única condición que pondrá
Jesús a todo el que quiera poner en práctica lo que Él enseñó y realizó: creer,
la fe. Y creer consiste en dar crédito, en confiar, en decir Amén; en creer en
Aquel que antes creyó en nosotros y por eso nos creó. Ahí está, también, la
confianza básica que se nota en el pastor que es capaz de dejar el rebaño
entero para ir en busca de la oveja perdida. Si no fuera pastor, si no fuera
padre, si no conociera a sus ovejas, ¿ustedes piensan que sería capaz de dejar
el resto? ¡Para nada! Si lo hace es porque tiene la confianza que las demás
estarán ahí cuando regrese. La fe, por tanto, consiste en conocer y en algo de
prueba también.
Y la fe por sí sola no vale de nada,
precisamos de las obras. Una vez más se acusa la necesidad de integrar la fe y
la vida, que no pueden ir separadas, precisamente en esto consiste ser
cristianos, ser como María. Ella es una
mujer de fe porque conoce al Señor, lo ha dado a luz, lo ha llevado dentro y lo
sigue llevando y nos anima a que nosotros también lo llevemos dentro; pero no
para que lo vivamos solo dentro, en la iglesia, en los sacramentos; sino para
que lo saquemos fuera, comunicándolo con el ejemplo, no con muchas palabras;
ahí radica la importancia de las obras de las que os hablaba antes y de las que
tanto nos habla San Pablo.
Todos nosotros somos peregrinos de
la fe. ¿Quién puede decir que tiene la fe asegurada? El papa Francisco en su
encíclica, precisamente, nos habla de no presuponer la fe. La fe es algo que se
alimenta. Y eso se hace en relación con los demás: en la celebración de la
comunidad, que es la
Eucaristía y otras maneras que tenemos que descubrir. Nuestro
Dios es original y creativo, nosotros también hemos sido creados con
originalidad y con creatividad, para que la desarrollemos en y con los demás.
Vamos buscando a Dios y solo lo encontraremos si cerramos nuestros ojos y nos
dejamos guiar por la mano de María: puerta de Dios, faro en el mar, llena de
Dios, estrella de la mañana,…
Ella que no conoció la caída, nos
ayuda a mantener nuestros pasos firmes para no caer de bruces en el barro.
María levanta su antorcha de la fe para alumbrar al pueblo caminante, peregrino
y vacilante. Ella da seguridad a sus pasos. En este segundo día de la novena de
la Virgen del
Carmen, te pedimos Madre que nos acojas bajo tu amparo, que escuches nuestras
súplicas, las que te presentamos con fe, por nosotros y por tantos otros.
Porque en eso consiste también ser hermanos y cristianos, en que ya no solo
oramos pidiendo por cada uno, sino que somos capaces de pedir por los demás, de
tener en cuenta al prójimo. Si quieren de alguna manera “medir”, aunque es
imposible, cómo andan de fe: miren como andan de amor, hacia ustedes y hacia
los demás. Es fácil tener fe para uno mismo, pero si esa fe no está acompañada
de las obras no sirve de nada. Y cuando digo “servir” no me estoy refiriendo a
que valga para un futuro en el que debamos pasar por un juicio. Me refiero a
que no te sirve a ti ahora y sino compruébelo, no llena, está uno como vacío;
cuando las cosas se hacen con fe, se desprende alegría y felicidad.
Nuestra Señora del Carmen, ayúdanos
a ser como tú, hombres y mujeres de fe. Así sea.
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