31 de julio de 2017

Homilía del P. Juan Carlos - Festividad San Ignacio de Loyola

Hoy celebramos la fiesta de San Ignacio de Loyola. No hace mucho nuestra parroquia visitó, camino hacia la gruta de la Virgen de Lourdes, la Basílica de Loyola. Allí visitamos su casa natal, la Santa Casa, así como celebramos la Eucaristía en la Capilla de la Conversión.
            Este Santo, probablemente nació el año 1491 y murió un el 31 de julio de 1556. Según su propia autobiografía, que él mismo dictó al Padre Luis González de Cámara. La narración de su vida le costó Dios y ayuda a este joven jesuita, pues Ignacio podía ver en este gesto cierta vanagloria.
            Precisamente así comienza su autobiografía: “San Ignacio fue un hombre dado a las vanidades del mundo”. Quizá de lo que más pecó en su juventud, es lo que después de su conversión lo que más trabajo le dio.
            Era un hombre que servía a señores de corte, tanto en Navarrete, como en Nájera, como en Arévalo. Un soldado que presumía, pero una bala le dio donde menos le gustaba, donde más le dolía: la pierna. Le dejó cojo para siempre, pero sobre todo el dejó tocado para siempre del Señor.
            Sería su tierra natal, Loiola, donde, convaleciente, descubriría los entresijos que Dios le tenía preparado. Leyendo la vida de Cristo y de los Santos, pues de caballería, parece no había, descubrió la llamada de Dios para él: ser santo.
            Allí, la Casa Torre, que le vio nacer, pasaría su primera conversión, y, conversión definitiva.
            Y para ser santo, Dios contó con la pasta de la que Ignacio estaba hecho, de sus luces y, también, de sus sombras, me refiero a su vanagloria y aspiración noble que tenía. No obstante, Dios parece que escribe derecho con renglones torcidos, pues le hizo ver que su mayor felicidad la encontraría en la mayor Gloria de Dios.
            Dios realizó con Íñigo grandes maravillas, como María expresa en su Magnificat, así él también, al concluir la experiencia de transcribir el libro de los Ejercicios Espirituales, manantial espiritual, consagró su vida con aquel: “Tomad Señor y recibid…”.
            Dios lo era todo para él, él era todo para Dios. Así fue, por el acompañamiento espiritual a otros sacerdotes o estudiantes de teología, fue como creo los primeros compañeros con los que fundaría la Compañía de Jesús, los jesuitas. Entre ellos, como olvidar San Francisco de Javier, de gran ardor misionero, del cual se inspiraba la orden desde el primer momento.
            San Ignacio de Loyola podríamos decir que fue un hombre muy adelantado a su tiempo. Esto no le pudo llegar más que por la relación personal que tenía con la persona de Jesús. Él era un místico. Su pluma era guiada por el Espíritu Santo, así se convirtió, junto a Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Juan de Ávila, etc., en uno de los grandes maestros espirituales del llamado Siglo de Oro.
            De él nació una orden y una espiritualidad, la llamada comúnmente “ignaciana”, de ella bebemos muchos hombres y mujeres del mundo entero. La clave de esta espiritualidad se centra en la experiencia de los Ejercicios Espirituales, y dentro de la misma la contemplación de la Encarnación; Dios se ha hecho hombre para que más le amemos, sirvamos y sigamos.

            María, siempre ha estado presente en su vida, siempre le pedía que le pusiera con su hijo, hoy le pedimos nosotros lo mismo: María ponnos con Jesús.

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