8 de julio de 2014

Novena de la Virgen del Carmen - Día 1º



















DÍA 1º: Martes, 8 de julio

“LA VIRGEN MARÍA CONFIADA COMO MADRE A LOS DISCÍPULOS”

       Como en otras épocas históricas, también hoy el cristiano advierte la exigencia de comprender y valorar la misión que la Madre de Jesús desempeña en la Iglesia y en su vida espiritual. La Virgen María ha venido siendo en la historia de la espiritualidad cristiana referencia entrañable que ha inspirado a muchos en el seguimiento de Cristo. La devoción a María, especialmente bajo la advocación del Carmen, ha servido en el pueblo cristiano como alimento para la fe, la esperanza y el amor. El papa San


           San Juan Pablo II, en su última visita a España, nos animaba a perpetuar con la devoción a María. El futuro santo alentaba al pueblo fiel a fijar en María los pilares fundamentales de la fe cristiana. La continuidad con esa tradición viva en nuevo contexto, está claro, es un reto para la Iglesia de hoy, para nuestra Iglesia que está dispuesta, desea y expresa una nueva evangelización. Y para nosotros, también, ahora que comenzamos la novena en honor a la Virgen de Carmen.
Hay que decir, que a pesar de la desorientación del momento que nos está tocando vivir, el cristiano se sigue dando cuenta que María es una señal llena de significado, ofrecida al pueblo de Dios en su camino de fe. El papa Francisco en su encíclica escrita a dos manos, por él y el papa emérito Benedicto XVI, Lumen Fidei, luz de la fe lo afirma. Así es María, modelo, que sentada en el primer banco de la iglesia nos enseña las actitudes propias para mirar a Jesús, nos indica el camino del seguimiento, pues a ella vemos cuando el Señor va delante, y sino recuerden la imagen de la cruz procesional: el pueblo va detrás, pero no ve al crucificado, ve en el reverso, a la madre, y el pueblo viendo a María, reconoce como mirándole a ella es ir tras el Señor.
Queridos hermanos necesitamos el encuentro personal y auténtico con María, libre de hipotecas y de visiones caducas, una relación con la Madre desde el contacto asiduo con el Evangelio y expresado en un diálogo con ella continuamente renovado. Porque la relación con la Madre procede del sentirnos profundamente hijos, y el hecho de tener una madre común nos hace a todos más hermanos los unos de los otros. La garantía de nuestra relación, de nuestra comunión, está en esa unión mutua, en ese afecto que procede de lo alto y que nos invita a mirar afectivamente hacia lo más bajo de la tierra, y ponernos a su misma altura, siendo llanos, no mirando a nadie por encima del hombro; porque a todos Dios, por medio de María, nos quiere levantar, dar dignidad.


        Para madurar nuestra respuesta de fe, nosotros, cristianos, no podemos abandonar el terreno histórico en que vivimos y actuamos. María debe ser integrada en el corazón de cada día, de nuestra vida diaria, es ahí donde se hace presente. Integremos, pues, la fe y la vida, pues la persona de María adquiere su hechizo evocador y estimulante cuando se la inserta en la trama global de la vida cristiana; solamente en ese contexto se hace interpelación e inspiración para encarnar los valores cristianos en nuestro tiempo que puede parecer se han perdido. Si nuestra vida se separa de la fe, nuestra vida queda desmembrada, sin referencia última que sacie nuestra necesidad de querer y sentirnos queridos; de experimentar el amor maternal con que María nos acoge a todos, bajo su escapulario, y es una actitud que nos invita a realizar con los demás.
            En el Evangelio de Juan, Jesús revela algo muy importante: ha llegado su hora y, con ella, la de su Madre, que se convierte en mujer. Ella simboliza la Iglesia. Lo mismo que el discípulo amado simboliza a los verdaderos creyentes. De ahí que Juan reciba a la Madre de Jesús como suya, como algo que le pertenece y a lo que no puede renunciar. Lo propio del discípulo es la fe. La escena mencionada es una síntesis de la obra que Jesús venía a realizar: la salvación del género humano prolongada en la Iglesia. Así mismo, el discípulo cumple el mandato recibido desde la cruz aceptando a la Madre de Jesús como su propia madre.
Junto a la cruz de Jesús, María que no es llamada por su nombre, sino por su vocación y misión; pues, tiene una doble dimensión: ser la Madre del Señor, por lo que todo el mundo le tributa cariño, respeto y veneración, y la de ser símbolo de la Iglesia, que está naciendo en aquel momento, por lo que debe ser recibida por todo el pueblo fiel como algo propio e irrenunciable. Se trata de la pertenencia a la Iglesia, pueblo de Dios y cuerpo de Cristo. Esta pertenencia se halla incluida en lo esencial del discipulado cristiano, que es la fe.
            Precisamente a partir del Concilio Vaticano II, la figura de María se ha resaltado, buscando dimensiones nuevas en la historia de la salvación. Desde siempre la humanidad ha mirado hacia ella, ha escuchado atenta sus palabras. En María se une Dios con el ser humano en un abrazo cargado de ternura y de amor.
            María es también la Madre de la Iglesia, que pone en ella sus ojos, en quien ve el puente y el sendero que más fácilmente nos lleva al Señor. Dios quiso hacerse realidad ante los hombres por medio de María y ha querido que el camino del ser humano hacia Él sea idéntico: por medio de María. En María sabemos que encontramos a Dios.
            En la tradición de la Iglesia se presenta a María como madre de los cristianos. Y “madre” significa la que da vida y apuesta por ella hasta las últimas consecuencias y con todo apasionamiento. María, madre de todos, creyentes o increyentes. Y nosotros, hermanos de todos, por tener un Dios que es Padre común a todos, que nos iguala a todos, que nos ama a todos, no cabe la posibilidad de pensar en un Dios que castiga a los malos y da premios a los buenos, que permite el dolor y ciertas desgracias, incluso enfermedades. Nuestro Dios, y de Él, ha aprendido totalmente María, es un Dios rico en Misericordia.
Desde siempre la figura de la madre ha sido compendio de amor y confianza para los hijos. Desde pequeños hemos encontrado en la “madre” el refugio seguro en nuestros momentos duros y difíciles. En la madre encontramos refugio y confidencia, confianza, plena seguridad, protección desinteresada y palabra alentadora.
            En María el hijo encuentra el hogar seguro; por eso acudimos a ella sin miedo, buscamos en su regazo la sonrisa que necesitamos para dar a nuestra vida alegría, la protección precisa para caminar con seguridad.
            En los momentos difíciles, cuando a nuestro lado todo lo vemos nublado, se hace más palpable, más real la figura de nuestra madre María. Ella nos pide nuestro amor de hijos, espera respuesta confiada a su amor maternal. Y nuestro amor de hijos debe ser pleno, generoso, sin reservas, desterrando falsos recelos y miedos: es nuestra madre.


Demostraremos que somos buenos hijos si damos nuestro amor a tan buena madre. Pidamos a María, Virgen del Carmen, nos ayude a ser como ella. Así sea.

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