8 de enero de 2012

Homilía, Domingo del Bautismo del Señor


"Tu eres mi Hijo amado, el predilecto"

Las estrellas no pueden hablar más que brillando, y si no brillan quedan mudas. Hubo una que brilló más que las demás y atrajo la atención y la actividad de unos Magos de Oriente, que entendieron el idioma del astro que hablaba del nacimiento de alguien grande. La estrella les llevó hacia el Niño y, ¿qué verían en el Niño? Al rey de los judíos. Ni la estrella decía más, ni parecía que ellos conociesen de la predilección de Dios sobre el pueblo judío, o la esperanza del nacimiento de un Mesías Salvador y menos aún de que Dios mismo se hiciera humano. ¿Quién entendió entre todos los que se acercaron a Belén quién era realmente aquel Niño?
Los Magos supieron a medias; los pastores tampoco supieron del todo; incluso los ángeles no sabrían por completo. Sólo quien se acercase a acompañar al Niño en todos sus misterios aprendería de Él quién es verdaderamente. Como María que guardaba todas estas cosas en su corazón e iba entendiendo paulatinamente la identidad del Hijo de Dios humanado.
La fiesta del Bautismo del Señor culmina la Navidad abriendo el misterio de la encarnación del Verbo a la misión. Todavía muchos esperan Navidad de portal para todo el año, y tener a Dios chiquito, manejable y manso. Pero el pequeño de Belén no agota la Navidad; el envuelto entre pañales y recostado en un pesebre tendrá que rugir como un león “para traer el derecho a las naciones”.
La diferencia del Dios niño al Dios adulto no estaba tanto en el tamaño, cuanto en la capacidad de Espíritu o, por decir mejor, estaba en el tamaño por la capacidad para recibir al Espíritu. Mientras que los Evangelios no mencionan ningún milagro del Jesús infante o adolescente, la literatura apócrifa está sembrada de relatos milagrosos. ¡Tan difícil era dejar a Dios silencioso, con humano y divino silencio, viviendo como uno de tantos! Cristo se tomó en serio la encarnación y no anticipó nada de lo que no fuera humanamente posible a cierta edad. Entre las humanas edades se reparte lo que es propio al humano desde su concepción hasta su muerte: en el prenatal, concepción de nueve meses; en el recién nacido, llanto e indefensión; en el niño, juego y aprendizaje; en el joven trabajo y responsabilidad... Podemos imaginar a Jesucristo antes de su ministerio público en la absoluta normalidad de un galileo de su misma condición. En lo específico, lo vemos aprehendiendo la voluntad de Dios en todo.
Como Juan el Bautista era gozne entre los dos testamentos, entre la promesa y el cumplimiento, el Bautismo de Jesús es el punto de inflexión en su vida, entre lo oculto y la manifestación. Es el Espíritu quien lo hace posible y el Padre lo manifiesta como su “Hijo amado predilecto”. Es el mismo Espíritu el que, sobre nosotros, nos faculta para la madurez cristiana y una misión específica en la Iglesia y en nuestro mundo. La cercanía por su significado entre este acontecimiento de la vida de Cristo y el sacramento de la Confirmación es grande. En ambos opera la fuerza del Espíritu y capacita para el ejercicio de la misión. En Jesucristo, el Espíritu obró sobre todo lo humano que había en Él y que había labrado en esos años silenciosos en aprendizaje, trabajo y oración. Todo lo que era humanamente recibía virtud divina y lo impulsaba con una fuerza diferente. Este proceso, previsible y necesario en la vida de cualquier cristiano, se encuentra con el mismo poder divino que descendió sobre el galileo, pero con deficiencia en lo humano, porque no hubo ni aprendizaje ni trabajo ni oración... y si lo hubo, con muchas reservas. Es lo habitual que encontramos en nuestras comunidades: jóvenes que reciben el sacramento de la confirmación y concluyeron tan paganos como iniciaron el proceso. No falló lo divino, sino lo humano; no se encontró activo en Cristo y no se quiso hacer vida oculta como la de Él. Pero no es un drama sólo de nuestra juventud bautizada, pero difícilmente cristiana, sino que nuestras propias comunidades de adultos y mayores adolecen de la misma afección: hubo brazos para sostener al Niño de Belén, pero se escondieron cuando nos los pidieron para extenderlos en la cruz.
Al niño: la fe del niño, el conocimiento del niño, el ritmo del niño. De sostener la niñez en el adulto habrá descalabro de fe por la disparidad entre una edad, la biológica, y la otra, la del creer. El desequilibrio es pandémico en nuestro Iglesia y así encontramos a quienes abandonaron ante los primeros envites de fuera, los que marcharon desanimados tras muchos años de trabajo buscando una Iglesia menos torpe y pecadora, aquellos cuya fe no incide en nada en su vida cotidiana, los que añoran otras épocas mejores para los cristianos y sus instituciones. De fondo, siempre lo mismo: mucho Niño de Belén, simpático y tierno; poco del Cristo que recibió le Espíritu del Padre para la misión (que ya anticipaba Isaías de forma tan descriptiva) que se consumaría con su muerte de cruz y su resurrección.
                                            Luis Eduardo Molina Valverde

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