"No sabéis el día ni la hora"
No miran igual los ojos que ya ha
atravesado la meta que los que todavía avanzan en camino. La vista atrás
desvela fatigas, desalientos y sacrificios que no se sabe exactamente cómo se
superaron; y la mirada hacia adelante alcanza a encontrar estímulo en un final
de trayecto que todavía no ha llegado. Los ojos fueron por delante de los pies
para anticipar el triunfo y estimularlos así a la carrera; pero, para sostener
a los ojos en ver lo que todavía no ha llegado, obra la paciencia.
Pudo entenderse en algún momento que la
paciencia funcionaba a modo de una báscula sin limitación de peso, donde se le
iban añadiendo cargas y cargas conforme uno se iba topando con ellas en su
historia. Aquí el ejercicio de la paciencia iba unido a un aguante sin
restricciones de cualquier sufrimiento de la naturaleza que fuese. Claro, de
esta forma paciencia consistía en la virtud de una especie de resignación que
no ponía en cuestión si el sufrimiento concreto era remediable. Esta
interpretación condenaba la paciencia a una pasividad inmerecida, cuando, sin
embargo, la paciencia tiene talento de rebelde.
La llamada a la vigilancia que hace
Jesús con contundencia: ¡Velad! es insostenible sin la paciencia. El tramo que
distancia lo prometido de la promesa o, desde la imagen de la parábola de este
evangelio, el tiempo que va desde la partida del amo de la casa hasta su
vuelta, está amarrado por la fe: la certeza de saber que ciertamente va a
regresar, y por la esperanza: el deseo ardiente de encontrarse con el amo cuando
regrese. Pero ambas necesitan el auxilio de la paciencia como el ejercicio
cotidiano de esperanza y de fe que aviva la llama vital que mantiene la actitud
de vigilancia, con especial intensidad cuando aumentan las circunstancias
suponen una seria amenaza contra la misma llama. La condición de rebeldía de la
paciencia advierte que no es pasiva ante los avatares, sino que asume la
dificultad o el sufrimiento inevitable con aprendizaje y maduración, y el que
tiene remediable con implicación para su remedio. Esta actitud convierte a la
paciencia en una posición activa donde cada lucha cotidiana, afrontada
pacientemente, es un triunfo contra la desesperanza o la duda de fe y un
trabajo decidido y valiente que va haciendo presente lo que todavía no ha
llegado por completo.
Isaías vuelca su esperanza en la
cercanía de un Dios que sale al encuentro de quienes quieren acercarse a Él. El
pasaje aparece como una persecución en la que el profeta comienza lamentando la
lejanía de Dios, para luego proclamar su proximidad y el distanciamiento del
hombre que se aparta de Él, para finalmente anunciar el encuentro manifestando
la necesidad de la paternidad de Dios misericordioso en la imagen del alfarero
(que recuerda la creación de Adán, plasmado por las manos de Dios). La cercanía
de Dios es patente para el que cree y su vida es testimonio visible por su
conducta de esa fe, y al mismo tiempo, tiene presente la distancia que lo
separa de Él, y que le empuja a tener que seguir buscándolo, como quien oculta
su rostro para que se le busque más y se le conozca mejor. Donde tendría que
haber búsqueda paciente, en muchos causa desesperanza y lejanía de Dios, porque
quisieron inmediatamente lo que necesitaba un crecimiento paulatino, también en
paciencia. Los dones de Dios que tantas veces se frustraron en sus hijos de
Israel, cerrados a su presencia paternal, fructificaron en Cristo en la
comunidad de Corinto. San Pablo agradece a Dios la gracia que ha puesto en
ellos ¡en el hablar y en el saber! Que no haya llegado el momento final no es
causa de desaliento, sino, al contrario, de testimoniar a Cristo, de permanecer
firmes, de obrar con los dones recibidos de Dios. El deseo del encuentro con el
Señor hace vivir con paciencia el momento presente y trabajar haciendo ya aquí
encuentro con Él, aunque todavía no sea definitivo.
El reto de la vigilancia es ir tomando
posesión cada vez más plena de la propia existencia, movida por la esperanza de
la promesa de Cristo. De no ser así, nos poseerá lo presente, lo inmediato, lo
eventual, que en impaciencia traerá miedo y duda y desánimo.
El Adviento comienza rugiendo con solicitud por la esperanza, que no podrá
llevarse a cabo sin esa paciencia que afronta valientemente los retos y las
dificultades diarias para hacernos fuertes en la debilidad. El sueño puede
llegar a cualquier hora del día y se hará más nocivo cuanto más dudemos de que
el amo de la casa realmente vuelva. De nosotros depende que esté ya volviendo,
porque, asociados a Él, lo hacemos presente poniendo en práctica los dones que
ha puesto en nosotros. La paciencia pone en ejercicio todo aquello, que, de
otra forma, permanecería inoperante e inútil. Cuántas veces, mirando hacia
atrás hemos pensado: !Si hubiese durado esto un poco más no habría
resistido...! o ¡Ahora no tendría fuerzas para afrontar aquello...! Sostuvo la
fuerza de Dios en esperanza paciente. Así se va preparando el camino al Señor.
Luis Eduardo Molina Valverde
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