"En el desierto
preparadle el camino al Señor"
4 de diciembre de 2011
1ª Lectura: Is 40, 1-5. 9-11
Salmo: 84
2ª Lectura: 2Pe
3, 8-14
Evangelio: Mc 1,1-8
El rigor del desierto hace atender a lo más
necesario, a lo imprescindible. Las otras cosas se quedaron atrás, para que no
se conviertan en fardo inútil. No podrá haber falta en lo fundamental, aunque
venga un poco escaso. Lo demás será estorbo. Y donde hay ausencia de
instrumental y aparato, tiene que aguzarse el ingenio y la inteligencia.
Juan vivía en el desierto con lo justo; menos si cabe:
una piel para vestirse ceñida con un cinturón y una alimentación de insectos y
miel. Aquí se acaba su ajuar, porque todo lo demás lo recibía de Dios. Busca el
desierto como hogar, no por afán de pobreza o de perfección espiritual, sino
porque era el ambiente que él estimaba necesario para cumplir la misión que
Dios le había encomendado. Misión de anuncio: pregonero de la venida del
Salvador y preparador de ese momento. De ahí su voz con arranque de grito, que
no se pregonaba a sí, sino a otro al que decía que no merecía desatarle las
sandalias y que bautizaría con Espíritu Santo.
El desierto repele a los amigos de las muchas cosas,
de las cosas que, vistas desde fuera, siempre son demasiadas, aunque ellos
crean que no son suficientes. Pero cuando una chispa prende dentro la llama que
hace buscar la verdad, la autenticidad, un cambio de vida,... el desierto llama
poderosamente la atención, porque su soledad, su aspereza, su aridez,...
permite desembarazarse de lo superfluo y desnudarse ante Dios para verse uno
mismo como es en sus entrañas, con miserias y grandezas, pero ante todo con la
presencia misericordiosa de un Dios que ama sin condiciones. Mucha gente iba de
Judea y de Jerusalén al desierto a encontrarse con Juan el Bautista para
confesar sus pecados y ser bautizados por él. De Judea y de Jerusalén: la
tierra escogida por Dios y la ciudad santa donde está el Templo. Esto hace
suponer que se trataba de gente religiosa, personas piadosas. Pero la piedad
exige conversión, no la dispensa. Este gesto de bautizar, signo de un agua que
purifica y renueva (conversión) no era exclusivo del Bautista, sino que otros
hombres de Dios lo habían utilizado antes que él en Israel. Lo genuino de Juan
es que prepara la venida inmediata del que trae un bautismo que sí es
diferente, pues lo hará con el Espíritu Santo. Un bautismo que puede perdonar
realmente los pecados y generar un hombre nuevo.
El desierto es
silencioso, no necesita de voces; el susurro ya es ruidoso en el silencio
solitario. ¿Para qué gritar en un silencio tan claro? Hasta cuatro veces nos
habla Isaías de gritar o alzar la voz en la primera lectura; el Evangelio habla
de gritar (recordando a Isaías) y proclamar. Juan Bautista es el sucesor de los
profetas que anunciaban a Dios, como el último de ellos que introduce al
Salvador mismo, detrás del cual no cabrá más profeta ni más Palabra de Dios
(todo está dicho en el Hijo). El grito es convicción alegre de que Cristo llega
y rompe el silencio del desierto con el anuncio algo grande: para que desde el
desierto, no desde la ciudad, surja el clamor de lo nuevo; para estar
convencidos de la fuerza de Cristo Salvador; para no caer en la desesperanza de
pensar un desierto perpetuo... Entonces se producirá el milagro donde las
realidades más fijas, más inmutables, cambian: ¡que los valles se levanten, que
los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se
iguale¡.
Isaías anuncia el final del destierro del pueblo, pero
está proyectando sus palabras mucho más allá, atisbando un destierro definitivo
de todo mal, de toda ausencia de Dios.
Dios tiene mucha paciencia con nosotros, porque nos
quiere felices, nos quiere salvados, pero cuenta con nuestra aprobación y que
lo busquemos también a Él. Para ello tenemos que salir al desierto y escuchar
aquel grito contundente que anuncia un extraordinario cambio. Si no está
cambiando todavía en ti, es que todavía no te has encaminado hacia el desierto.
Luis Eduardo Molina Valverde
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