28 de enero de 2017

Homilía del Domingo 4º T.O. Ciclo A

Es domingo, es el día en el que los cristianos celebramos la Resurrección del Señor. Este hecho nos mueve a salir de nuestras casas, de nuestros quehaceres, nuestras comodidades para acercarnos a la iglesia, y junto a nuestros hermanos de fe, celebrar la Eucaristía; y hacerlo con devoción, es decir, con paz, con amor, con fe, centrados en el gran Misterio que aquí acontece y que nunca deberíamos convertir en rutina, centrados y no dispersos en lo que ocurre en nuestros hermanos que van llegando, en el que tengo delante o tengo detrás, con deseos de ser mejores y poner en práctica lo que aquí celebramos. Para ello, quizá nos acicalemos un poquito más, no solo por el hecho de que salimos de casa, ¿verdad?, sino porque celebramos al Señor y Él se lo merece.
            Celebrar semanalmente al Señor nos ha de hacer pensar y reflexionar sobre qué cristiano quiero ser yo: ¿del montón? ¿mediocre? ¿tibio? ¿inconsciente de lo que aquí ocurre? O, por el contrario, dócil, sensible, enamorado. Para ello la Palabra de Dios nos ayuda, pues con ella, la Iglesia nos sugiere la condición fundamental para ser cristianos y hacernos presentes en medio de la Asamblea. Hoy, precisamente, escuchamos unas lecturas muy sugerentes en torno a la sencillez de vida.
            El profeta Sofonías nos habla de una serie de valores que podemos asumir si deseamos descubrir al Señor: la humildad, la justicia y el derecho. Ninguno de nosotros busca humillaciones, ni tan siquiera el Antiguo Testamento nos invita a ellas, pero si llegan, a todos nos llegan, “pongamos la otra mejilla”. Hay personas que disfrutan mucho ridiculizando a los demás, humillando a los demás, etc. esas actitudes son las que enfurecen al Señor, sin embargo la humildad, el sabernos en manos de Dios, queridos por Dios, aunque solo sea por Él, puede ayudarnos a vivir más tranquilos.

            Precisamente Pablo aún incide más en el tema de la humildad y nos habla de cómo Dios nos confunde. La Sabiduría es Dios y ninguno de nosotros, por mucha formación y títulos que tengamos, nos podremos igualar a ella. Sin embargo, es verdad que el Señor a algunos les llena de estos frutos y estos no tienen que ser los que destacan en medio de nosotros, los más cualificados, los aristócratas que dice el texto paulino. Dios se ha encarnado, ha tomado lo que no cuenta, y en aquel momento podría ser el seno virgen de una mujer sencilla, para realizar su obra redentora. Su tarjeta de presentación no es la dominación sino la propuesta. Y esta consiste en la humildad. Habremos de ejercitarnos en ella, para gloriarnos en el Señor y no en todo lo que nos envuelve porque generalmente es efímero, hoy estamos en la cresta de la ola, pero mañana…, mientras que la gloria del Señor es eterna.
            Y será el Sermón del Monte, las Bienaventuranzas, donde Dios nos exponga el modelo de creyente que Él espera de nosotros. Nos propone un proyecto de vida prototipo para un cristiano, para un seguidor de Cristo, es decir, por donde tenemos que cortar el patrón de nuestras vidas. Dios llama “dichoso”, al que en este mundo está en la cuneta, está triste porque está solo, al desatentido, el sencillo, el modesto de verdad, el calumniado y desprestigiado, el perseguido por la envidia de los que no satisfacen su tener, los que lo mismo les da que les da lo mismo y no hacen problemas por ver quién tiene más razón, son felices –también- los que sacan lo mejor de los otros y se lo hacen ver a los que no lo ven y con ello hacen justicia, los que buscan la paz, la siembran, la cultivan y la recogen. De esta manera se puede ser feliz y estar, por tanto, alegres en el Señor. Lo cual no quiere decir que ¡viva los inconscientes!, los que nunca levantan la voz, etc. sino “bienaventurados” los que lo intentan.

            En María y en los santos tenemos la prueba evidente de que todo esto es posible. Dejémonos hacer: rompamos con lo que no ayuda, sembremos cordialidad entre nosotros y mantengámonos firmes en la fe. Así sea. 

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