1 de febrero de 2015

Vigilia de Oración - Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo - Año de la Vida Consagrada - MM. Clarisas de Cigales


Oh, amado Jesús.
Ayúdame a esparcir tu fragancia
por dondequiera que vaya.
Inunda mi alma con tu Espíritu y tu Vida.


Penetra y posee todo mi ser tan completamente,
que mi vida entera sea ya solo un resplandor de la tuya.
Brilla a través de mí y permanece tan dentro de mí,
que cada alma con que me encuentre pueda sentir tu presencia.
¡Haz que no me vean a mí sino solamente a ti, Jesús!


Quédate en mí, haz de mí luz de tu Luz,
para irradiar tu Luz a todos los que tú llamas;
tu luz, oh Jesús, a todos los que redimes,
Ilumíname, para que en tu Luz sea siempre
irradiación de tu Luz de Amor hacia todos.


Permite que me transforme en alabanza viva,
en Palabra que resuena en el silencio;
y que la debilidad de mis palabras y acciones
no hagan sino dejar constancia,
de que todo cuanto de bueno realice,
solo se debe a la inefable plenitud de tu Amor
que ha unificado mi corazón con el tuyo.


                                                              (Cardenal Newman)

Hoy estamos aquí, reunidos en torno al Señor, con los ojos fijos en Él, aquí en el Sagrario, y en la presencia de la comunidad ("cuerpo de Cristo") celebrando su amor y respondiendo a ese amor con la gratuidad de una oración que se convierte en adoración silenciosa.


Venimos a estar con Él a mirarlo y a dejarnos mirar, a admirarlo, contemplarlo, adorarlo, etc. Abiertos y disponibles para lo que el Señor quiera ir construyendo en nosotros. Y a la vez dejarle que esté con nosotros, abrirle nuestro corazón, disponernos, y que Él también nos mire y nos hable. 

Desde el silencio, elocuente, de la noche, desde un corazón que ama con paciencia y confianza, con el alma sensible para captar la ternura del Dios-Amor que nos habita. Esa ternura será nuestra fortaleza. Seamos valientes, dejémonos conmover.

Hace casi cuarenta días celebramos la Encarnación de Jesús, su presencia entre nosotros, y recordábamos el "sí" de María a los planes del Padre.

Que el sello del Espíritu vaya marcando nuestro corazón y nuestra frente, el alma y la vida, manos y pies y como hizo en María -la primera Esclava- dejémonos invadir por ese Espíritu que potencia lo mejor de nosotros mismos; Amor que hace que le respondamos con un sí incondicional y dispuesto.

Nuestra Madre nos acompaña por este camino de encuentro con Jesús, es ejemplo que nos impulsa a comprometernos con Dios y los hermanos; construyendo fraternidad. 

Que María nos enseñe a vivir y adorar de esa manera como solo ella supo hacerlo, enraizados en la esperanza que encontró en el Señor.

María fue la mujer que supo adorar, acoger en sí la Palabra y asentir absolutamente al proyecto de Dios sobre su vida. Supo adorar porque se sintió criatura, hechura de Dios, infinitamente pequeña delante de Él, pero muy amada. Ella nos invita a vivir constantemente en adoración: a quedarnos embobados ante la presencia de Dios, que nos trasciende, que nos envuelve, que está presente absolutamente en nosotros y en todas las cosas. La adoración es silencio y es reverencia. Es admiración. Es amor y es entrega. Adorar es acallar en la fe y en la confianza mis preguntas, moderar mis deseos, reconocer mi fragilidad y esperarlo todo de Dios. 

Pero no es posible vivir en adoración, sino en la medida que vamos siendo personas silen­ciadas. El que vive aturdido por los ruidos de dentro, por sus apetencias, por el cúmulo de pensamientos sin control, por sus miedos, por su egoísmo, etc. tendrá mucha dificultad para encontrar el rostro de Dios. Has de ser libre para ser un buen adorador y tener una actitud abierta permanentemente a la sorpresa de Dios, para poder captar desde el fondo de tu ser a quien está en el fondo de todo ser. Ne­cesitamos “volvemos como niños”, para dejarnos presentar ante el Señor, para aprender a mirar todo con ojos nuevos, limpiar nuestra mirada vieja y torcida. Si miras atentamente, podrás ser un buen adorador. Y, si amas, serás capaz de ver con el corazón. También esto es adorar.

Sabemos que una luz poderosa brilla ya para el pueblo que camina entre las sombras. Sabemos que el Reino crece al igual que el grano de mostaza hasta que se manifieste en plenitud. Sabemos que la última palabra no la tiene la mentira, ni el llanto, ni la esclavitud, ni la muerte. Sabemos que la paz y la justicia no son sueños imposibles, lo sabemos, en esta esperanza vivimos, y por eso caminamos sin desfallecer y nada logra derrotarnos.

María nos regala esta esperanza. Ella tiene fe en la vida. No es evasiva, ni pesimista. María nos da esperanza a todos los que lloramos, a los que nos sentimos oprimidos, a los que desesperamos de la vida, a los que sufrimos los fracasos y ya no tenemos fuerza para sonreír. 

María nos da esperanza porque lleva dentro a Jesús y nos lo entrega. Y, en Él, nuestra vida, nuestros afectos y defectos, nuestros trabajos y descansos, adquieren su sentido. Nada nos aplasta si lo tenemos a Él; nada nos destruye si caminamos con Él. Y entre luces y sombras, entre el dolor y la esperanza, no damos lugar al desaliento. Cada día somos capaces de nuevas aventuras emprendidas con audacia. 

María, madre y modelo de la Iglesia, es la primera que contempla y adora la Eucaristía. Al visitar a su prima Isabel hace realidad la primera procesión del Corpus, lleva en su vientre al que luego se hará pan que se come y Vino que se entrega. 

María, Madre, en Belén adora en un niño que viene a convivir con nosotros y hacer posible la salvación de todos los hombres. Acoge y guarda en su corazón la palabra de Simeón sobre “el que está puesto para caída y salvación de muchos”. 

María, Madre, es mujer eucarística con toda su vida. Ella es apoyo y guía. Con su invitación “haced lo que Él os diga” nos enseña y anima a fiarnos de la palabra de su Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes la memoria viva de la Pascua, para hacerse así “Pan de vida”. 

Al pie de la cruz recibe la misión de cuidar a todos sus hijos representados en Juan “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo ahí tienes a tu Madre”. Acepta el ser Madre de todos los hombres y hacer posible el amor por encima del odio; la cercanía que supera toda distancia, la igualdad entre los que son distintos formando así la gran familia de hermanos, que es la Iglesia. 

María, Madre del creyente, mantiene unida a la primitiva Iglesia y nos enseña a confiar en la oración: “Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús y con los hermanos de este” (Hch 1, 14). Ella puede guiarnos hacía ese Cristo, hecho Pan cada día para permanecer con nosotros y unirnos en la mesa compartiendo su Palabra su Cuerpo y su Vida.

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