11 de septiembre de 2016

Homilía - Domingo 24º T.O. Ciclo C


En este domingo del tiempo ordinario del Año de la Misericordia escuchamos una Palabra que toda ella nos habla de la Misericordia de Dios, y como rostro de la misma Jesucristo. Sería bueno que cuando escucháramos la Palabra de Dios pusiéramos mucha atención, quizá sería bueno cerrar los ojos para verte mejor, escucharte mejor, olerte mejor, gustarte mejor, tocarte mejor,… Señor. Aplicar todos nuestros sentidos. Pues imaginando cada una de las escenas que se nos presenta podemos hacernos la idea mejor de lo que ocurrió, de lo que ocurre y de lo que deseamos que ocurra con nosotros. Es decir: la Palabra, aparentemente antigua, es nueva porque nos alumbra para que seamos luz del mundo.

El libro del Éxodo nos habla del pueblo de Israel, procedemos de un pueblo y seguimos siendo pueblo, que importante es que nos sintamos vinculados a este pueblo de Dios, que peregrina, que camina, con tropiezos, pero con manos y brazos como los de Dios, que nos ayudan a levantar y a seguir para adelante con la alegría de la fe. ¿Qué ocurre en esta escena de Moisés y el pueblo? Muy sencillo: Moisés sube al monte y Yahvé le habla. Le dice que su pueblo se ha pervertido, lo contrario de se ha convertido. Ese pueblo liberado de la esclavitud, resulta que es desagradecido, y como Moisés tarda en bajar, murmuran, y construyen un sucedáneo de divinidad a la que adorar. Es que realmente el ser humano necesita una referencia permanente a lo sagrado. Incluso aquellos que dicen no creer, creen, porque -aunque sea para despotricar, como estos judíos- tienen más presente a Dios de lo que a nosotros nos parece. Sin embargo Dios sigue prometiendo misericordia, simbolizado en descendencia y por eso hasta Dios mismo se arrepintió de su ira. ¡Precioso!

El salmo 50 es el miserere, salmo penitencial tan conocido que la liturgia reza especialmente los viernes. Y lo más bonito es la frase que todos nosotros repetimos como respuesta al salmista, en diálogo de oración con él: “me levantaré, me pondré en camino adonde está mi Padre”. Justo la parábola que nos habla de un Padre misericordioso, un hermano envidioso y cumplidor y un hermano chiquito, que actúa con desconocimiento, pero que tiene capacidad de retroceder.

San Pablo, en la segunda lectura, se ha presentado, él mismo, como aquel en quien la misericordia de Dios ha actuado. Un hombre con un pasado de lo más rastrero, Dios ha confiado en él para ser ministro del Evangelio, apóstol de los gentiles. Esto nos puede hacer pensar que Dios de la nada precisamente lo creó todo. Y esto se sigue repitiendo en cada uno de nosotros, de la mediocridad más absoluta, Dios puede hacer grandes cosas si nos dejamos, pero al dejarnos, dejaremos la mediocridad para -como Pablo- dar la vida por Él.

En el Evangelio hemos escuchado dos de las tres parábolas de la misericordia que nos presenta San Lucas en el capítulo 15: la oveja y la moneda perdida, nos ha faltado escuchar el hijo perdido. Todo perdido, pero a la vez todo encontrado. Dios rescata a los perdidos. Decimos, cuando vamos al campo, esto es un barbecho, esto es un sembrado, esto es un perdido, y allí encontramos retama y cardos, aparte de otras yerbas. ¿Qué hay que hacer para que esa tierra pueda volver a ser fértil? Hincar el arado, trabajar mucho, porque ha sido una tierra que llevaba mucho tiempo sin estar bajo una estructura de trabajo.

Dios es el Dios de los perdidos, ¿quién necesita médico? ¿los sanos? No, los enfermos. ¿Quién necesita la misericordia de Dios? ¿los santos? No, nosotros pecadores. Porque fíjense cómo empieza el Evangelio: “en aquel tiempo solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores. Y los fariseos y escribas murmuraban”. Estas dos cosas son el padre nuestro de cada día, yo lo he experimentado en mi propia carne. Yo, personalmente, me dan igual los prejuicios que los “escribas y fariseos de hoy” puedan tener cuando me hago cercano a los que los demás hemos etiquetado como “pecadores” por lo que sea. Como sacerdote me siento con la necesidad de acercarme, porque Dios es así, a la oveja descarriada, para reconducirla. Y tengo que confesar, que esta tarea me llena humanamente y cristianamente. Dios se sirve de nosotros para ejercitar su misericordia. No estemos tan pendientes para mal de los demás, para el chascarrillo de pasillo o de detrás de columnas, que se nota, y practiquemos más la misericordia pues todos nosotros precisamos de ella. Así sea.

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