21 de septiembre de 2016

Homilía - Domingo 25º Tiempo Ordinario - Ciclo C

Alabad al Señor, que alza al pobre” hemos escuchado en el salmo responsorial. En eso estamos: acudimos a la iglesia, entre otras cosas, para alabar al Señor, pero especialmente porque “levanta al pobre”, ya que muchos se dedican a tirarle por tierra, nosotros debemos estar con el Señor y con el salmista porque devuelve la dignidad a cualquier persona. Además, si hemos prestado atención al salmo, nos hemos podido dar cuenta que es que Dios tiene autoridad para hacerlo. Nosotros queremos alabar al Señor por ello, porque los pobres, casi, solo pueden contar con la bondad de Dios, pero está solo será real en la medida en la que nosotros nos ejercitemos en ayudar al pobre, sea de la pobreza que sea.
El resto de las lecturas reflejan la cruda realidad de nuestros días. La historia se repite, por eso, y por más cosas, la Palabra de Dios es actual, y puede –si queremos- iluminar nuestra vida, para mejorarla, incluso para cambiarla si es preciso.
Amós precisamente sale como defensor del pobre y de los humildes. Y en un discurso cuasi sindical: critica la situación de aquellos que se aprovechan de la pobreza de los demás. Les dice que eso Dios ni lo quiere ni lo puede querer un creyente, que es imposible, o una de dos: pero no las dos, como más tarde el Evangelio nos dirá con respecto al dinero, en esta ocasión el profeta se refiere a la dignidad del pobre. Pues el pobre puede ser pobre por lo que sea, pero no por ello, es un desecho de la sociedad. Bastante tiene con ser pobre como para que encima le carguemos con más dolencias, el pobre, como el rico, como cualquiera de nosotros, tenemos algo que nos iguala totalmente unos a otros: somos hijos de Dios, coherederos del Reino de los cielos.

El profeta se fija en aquellos que con engaños se aprovechan para enriquecerse. ¿Qué nos van a decir a nosotros? Si tenemos multitud de casos, si cada día la televisión nos presenta un caso nuevo de corrupción, ojalá no nos acostumbremos a esto, y repudiemos esta clase social de nuestra sociedad que se enriquece a costa de los demás, y se escabullen por aforamientos.
El Evangelio hace aún más hincapié en esto del servicio, pues en la vida, podemos estar sirviendo al “dios dinero” bajo justificaciones que pueden ser incluso bondadosas. Es precisamente el deseo de tener lo que nos corrompe, pues lo ponemos por encima de las relaciones e, incluso, hasta con la relación que puede tener uno consigo mismo. Y eso no se puede, el Señor nos invita a la sinceridad, Él que es la Verdad, puede ayudarnos a salir de la mentira y el engaño. No podemos servir a dos amos, siempre habrá uno que prevalecerá sobre el otro. Quien se sirve del dinero y no ve otra cosa, vive una vida muy pobre, porque generalmente su quehacer tiene que ver con cómo poder almacenar más, disfrutar más (aunque a veces ni eso), y sobre todo aparentar más, pues el tener es lo que aporta imagen.
A esto es precisamente a lo que nos invita San Pablo, en este domingo, es a llevar una vida tranquila, hombres y mujeres con “manos limpias, sin ira ni divisiones”. ¿No se dan cuenta que cuando se sorprende a alguien en una situación de corrupción  como las que vemos cada día en los medios de comunicación social, es horrible porque se pierde la presunción de inocencia, se juzga antes de tiempo, etc? En definitiva, nos lleva a la desconfianza, y vivir en una sociedad en la que reina la desconfianza, así no se puede vivir. ¿Por qué llegar a estas circunstancias? ¿Por qué no poder conformarse y vivir con lo que cada uno gana honradamente del sudor de su frente y no del sudor del de enfrente? Si viviéramos como San Pablo, un hombre de Dios, nos indica, sería muy diferente, pero tenemos mucho afán por tener más, ser más, aparentar más, etc. incluso aunque sea avasallando a los demás. ¡Claro está que siempre se avasalla a los mismos! ¿Cómo vamos a avasallar a los que nos pueden?
Pidamos en esta Eucaristía que el Señor nos ayude a saborear la felicidad plena, que consiste en vivir una vida honrada, en familia, en austeridad, en armonía, teniendo siempre en cuenta al otro. Es muy difícil poder salir de la ambición, ojalá podamos tener ambición de hacer la voluntad de Dios, esto revertiría en nuestra propia vida y, más aún, en nuestra propia felicidad, pero esto no lo vamos a poder reconocer nunca, si no lo experimentamos aunque sea un poquitín. Así sea. 

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