4 de septiembre de 2015

SEXTO DÍA: PECADO PERSONAL

           La catequesis de hoy, viernes, día en la Iglesia, siempre penitencial, tiene que ver con el pecado personal. Las novenas siempre desean tener ese cometido penitencial y de conversión; el deseo de mover el corazón del creyente para que viva centrado en el amor a Dios y al prójimo. Ese es el significado hondo de la conversión: volver el corazón, volver la vida, cambiarla, en un lenguaje más clásico: “enmendarnos”, porque el camino que llevamos va en otra dirección diferente a la que muchas veces nos proponemos y no podemos.

Precisamente a este pecado de querer y no poder, San Pablo se refiere diciendo: “no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero”. En el corazón sincero del creyente está el deseo de no pecar, y tras confesar, el deseo de nunca más pecar. Entonces, ¿por qué surge el pecado? ¿Por qué caemos en la tentación?

Ya hemos venido a decir que el pecado nos separa de Dios que es amor, el pecado es des-amor. Precisamente “diablo” significa el que divide, el que nos separa, el que nos tienta, el que nos seduce para caer en la tentación de pecar, de sacarnos del camino que Jesús nos propone y que desde la fe se ve como camino de plenitud. Jesús el Señor que también fue tentado, como cualquier humano en su vida, nos invita a orar sin desfallecer para “no caer en la tentación”. Jesús fue tentado, pero desde los ojos de Dios supo reconocer al tentador, al maligno, para no hacer caso y sí, en este lugar, mirar hacia a otro lado. Por eso, una buena protección ante el mal, que conlleva pecado, es desenmascararle, descubrirle, no hacer caso a los pensamientos que nos sugiere, no recrearnos en pensamientos impuros, que no tienen que ver solo con la sexualidad, sino con lo que son pensamientos impuros: desear algo malo a alguien, tener rencor, envidia, vivir como que no se está a gusto consigo mismo, con rabia, etc.

El pecado es lo peor que nos puede pasar. A poco que tengamos conciencia, uno se descubre mal, porque aunque nosotros mostremos nuestra soberbia ante una persona, a veces con los más cercanos, porque parece que con los más débiles, con los que conocemos más, nos solemos cebar. Y la soberbia es uno de los males mayores que tenemos en nuestra personalidad: queremos tener siempre tener la última palabra, quedar por encima –como el aceite-, contradecir,… pero ¿qué sacamos con esta actitud? ¿llamar la atención? ¿creernos más? Lo peor es que después de que ocurre una adversidad, una confrontación, uno se queda mal. ¿Por qué no paramos hasta tres antes de reaccionar? ¿Por qué no pensamos más lo que vamos a decir y cómo lo diremos? Ahí está la tentación, al saltar enseguida y no quedar mal. 

Contra el pecado de soberbia, el Señor nos invita a la humildad. En la vida hay mucho que relativizar, que no es lo mismo que caer en el relativismo, es decir, en el hay cosas que me dan igual. Precisamente, otra tentación y pecado es tantas veces mirar hacia otro lado y pasar ante muchas situaciones que viven personas que están a nuestro lado, ese es el pecado de omisión, del que si no examinamos nuestra conciencia, si no repasamos nuestra vida, ni tan siquiera nos damos cuenta de él. Hay que relativizar, es decir, no dar tanta importancia a cosas, tal y como las damos, que si me ha dicho o me ha dejado de decir, que sí no me ha mirado,… vivimos en una auténtica neurosis, dar tantas vueltas a cosas que no tienen tanta importancia, y ese “come come” nos produce, especialmente, rencor.

Hay personas que creen que no tienen pecado. Ufff, que peligro. Perfecto, solo es Dios. María es Inmaculada, así ha querido Dios a la Madre de su Hijo. San Ignacio de Loyola nos invita a la hora de meditar nuestros pecados a pedir luz, porque si uno entra en el sobrao o en el sótano a oscuras, normal que no vea nada, hay que encender la luz para ver, para verte, y cuando uno se ve en pecado, darse cuenta que el pecado mina, corroe.

El pecado muchas veces es muy fino y envuelve cosas buenas con no tan buenas, ayer decíamos que el trigo y la cizaña crecen juntos, envuelve lo sagrado con lo profano. Por eso, Jesús en el Evangelio, tantas veces se refiere a los fariseos como hipócritas, a aquellos –precisamente- que supuestamente estaban cerca del templo y de las cosas de Dios. El evangelio del domingo pasado, sin ir más lejos, nos advertía de esta realidad. Es muy fácil defender posiciones con la seguridad que dan las normas religiosas, en las tentaciones de Jesús en el desierto, el tentador supo tentar también con lo más sagrado.

Los pecados se descubren en oración, abriéndose de par en par, sinceramente, a Dios. Y en nosotros nacerá el deseo hondo de cambiar, de reconciliación, de perdón, de volver a empezar, a nacer. Dios está deseando acogernos como aquella oveja pérdida que abandonó el redil para hacer su vida. Así sea.

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